Es marzo de 2025 y han pasado un poco más de dos meses desde mi retorno de un viaje a Marruecos con mi mamá. Aunque no me he separado lo suficiente del choque multisensorial que me dejó el viaje, acudo al papel casi como una responsabilidad moral, como un servicio público a la humanidad lectora, para testificar lo que allí ocurrió, como quien documenta la evidencia de una cura milagrosa —que es lo que fue— para que no se olvide, y sea de utilidad y servicio a muchas más personas.
No fue mi idea. Era un sueño de mi mami, de cuando vivía sola en Boston hace un par de décadas y Layla —una amiga suya marroquí— la invitó a conocer su país. Lo que más recuerdo de Layla eran sus consejos para aliviar mi crisis de gastritis, que para entonces me obligó a dejar mis estudios de doctorado y viajar en busca de alivio. Primero acudí a los cuidados de mi mamá en Boston y luego en los de mi esposo en La Habana. Layla me animó a dar este último paso, decía que era por extrañarle a él, a mi esposo, que me dolía tanto el estómago. Y fue así. Al poco tiempo de llegar a La Habana y reunirme con él, mi organismo encontró su balance y empecé a sanar.
Desde ese momento se nos quedó a mi mami y a mí la consigna de ir a conocer Marruecos, flotando como un sueño que por las noches aparece y al despertar se olvida.
¿Hay comidas inocuas?
Ya antes de su etapa en Boston, mi mamá había empezado a acumular dolores en distintos lugares de su pequeño cuerpo: el cuello, el brazo derecho, la rodilla, la columna, la mandíbula… y luego también en los ojos, la boca, y, por último, en su intestino. Le habían dado una serie de diagnósticos, todos con nombres de sofisticadas enfermedades modernas, crónicas, incurables y algunas autoinmunes. El malestar se fue incrementando a tal punto que de su dieta había eliminado una lista —cada vez más larga— de alimentos. Un pequeño descuido, como una salida a comer fuera o una golosina, detonaban de nuevo su crisis intestinal a tal punto que empezó a tenerle miedo a los alimentos, a todos. Comía con mucho temor a enfermarse y escogía quedarse en casa para evitar el peligro: la tentación de comer algo que no fueran esas pocas cosas que ella identificaba como comidas supuestamente inocuas. Una vida sin vida.

Revivimos el sueño del viaje a Marruecos un día en el consultorio médico cuando esperaba su turno para recibir una inyección que aplacaba sus afecciones de huesos. Contradictoriamente, era una inyección que le ocasionaba un dolor muy fuerte. Esperaba temerosa, con la incertidumbre de si era posible que el contenido de esta jeringa fuera lo que le provocaba el malestar intestinal… Esas preguntas sobre sus dolencias físicas reflejaban otros cuestionamientos más profundos, ansiedades propias de una persona a la que le importa su gente y su entorno. Su angustia por ayudar a los demás, ayudar a sus hijos, ayudar a su nieto, ayudar a la gente necesitada de Ecuador, detener las guerras del mundo… Problemas imposibles de resolver, necesidades que su cuenta bancaria no alcanza a cubrir, apoyos que su cuerpo cada vez más frágil y adolorido era incapaz de ofrecer.
Le pregunté: «mamá, ¿qué es algo que quieres hacer para ti misma, un regalo que quieras darte a ti —no a tus hijos ni a la gente más necesitada— algo de ti para ti? Me contestó que quería viajar, pero no quería ir a Europa, si no a África. Quería gastar su dinero en un lugar donde la gente más lo necesitaba.
Llegamos a Marruecos
Para hacer el cuento corto, en el viaje comió de todo: lácteos, gluten, leguminosas, vegetales crudos y cocinados, todo de una diversidad enorme —como es lo usual en Marruecos—. Carnes de todo tipo deliciosamente especiadas, dulces aromatizados con rosas y endulzados con miel, comidas callejeras, destacando una sopa de caracoles de árbol de oliva en un puesto callejero en Chauen, la ciudad azul. Brindamos con cerveza, vino, café y tés diversos, aunque el té marroquí nos daba insomnio a las dos.

Al principio del viaje comía con temor, pero poco a poco fue soltando sus miedos y así también sus dolores se fueron olvidando. Las dolencias parecían extraviarse a medida que pasaban los días y su cuerpo descubría nuevos olores, colores, sabores, lugares, texturas, gente… Mientras yo iba desparramada en el asiento diminuto del minibús que nos llevó durante ocho largas horas desde Fez al desierto del Sahara, ella conversaba animadamente alternando entre inglés y en español con turistas y locales, disfrutando el paisaje en el asiento delantero.
Mientras al quinto o sexto día mi intestino empezó a sentir los efectos del cambio de alimentación alta en fibra y microorganismos desconocidos —más conocida como diarrea del viajero—, el suyo estaba cada vez más a gusto, degustando cuanta comida le ponían delante, en especial vegetales y postres —una de sus comidas favoritas y prohibidas—. No quedaba rastro de su crisis intestinal crónica. Visitamos seis ciudades distintas en diez días. Pero ella y sus huesos «débiles» arrastraron su maleta solitos, sin ayuda de nadie, la armaron y desarmaron, y la volvieron a armar. Estaba claro que esos huesos, esos brazos y esas piernas estaban hambrientos de viaje, de novedad, de sabores, colores y sonidos nuevos, en fin, de vida.

Curar el alma sana el cuerpo
No puedo dejar de mencionar el efecto curativo y milagroso que tuvieron en mi madre, además de la novedad del viaje, las especiales atenciones de la gente de Marruecos. Su estatura de 1 metro 44 centímetros, su pelo totalmente blanco, sus arrugas y rostro adorable, estimulaban una reverencia casi automática en las comunidades anfitrionas que le pedían permiso para llamarla «mi mamá». Y así la trataban. Ellos y ellas decían que yo parecía una mujer marroquí, que me parecía a las mujeres originarias del Sahara. Pero la devoción hacia ella superaba cualquier adulación hacia mí.
Este potente alimento para la autoestima, combinado con bailo-terapia en un círculo ancestral alrededor del fuego en el desierto, o en la plaza de Marrakech al ritmo de tambores fueron la receta contra el espanto, tomando prestadas las palabras de la escritora mexicana Ana Luisa Islas, que quiero compartir con el mundo. Curando el espanto, es decir, el dolor de la mente y el alma, se esfuman —como por arte de magia— los malestares del cuerpo. Este es mi testimonio, lo que vi con mis ojos suceder en el cuerpo de mi madre, en apenas diez días de un viaje —curativo— en el otro lado del mundo.

Resulta prácticamente imposible enumerar todas las experiencias nuevas que vivimos en esos días alimentando un lazo umbilical tan infinito hacia el pasado como hacia este presente, también infinito, que nos conecta y nos sostiene. Pero escogí un evento en particular, que fue tan impactante que se lo describí a una amiga en una carta al poco tiempo de nuestro retorno a casa:
«Cómo no sentir deseos de volver, con la fuerza de la gratitud, de un sentimiento de algo que quedó inconcluso, de un aroma delicioso que apenas alcancé a percibir y me intrigó tanto que enloquecí. Este hombre (nuestro guía) con rostro de la túnica de Turín, nos condujo a mi mami y a mí, al lugar más oscuro en el medio del desierto, para contemplar el cielo en la noche y reconocer —de nuevo en mi infancia con mi padre— esa sutil nube blanca y larga que atraviesa el cielo y abarca infinidad de estrellas. Era la Vía Láctea que él me enseñó a ver desde el monte oscuro de La Maná. Y vi las estrellas y los planetas desde el desierto, de un tamaño y un brillo deslumbrante, de la mano de mi madre, ¡la mujer de donde salí! Mi principal origen y canal de todos los otros orígenes que se manifestaron en este viaje maestro, viaje medicina».
Ese encuentro desde la tierra con cielo, acostadas en el medio de una inmensidad de arena roja, piedras y fósiles mucho pero mucho más «viejos que Matusalén», selló nuestra aventura mutuamente curativa y la volvió de una extraña forma, inmortal. No quedaron registros visuales de esa noche. El remedio lo llevamos en la memoria del cuerpo y desde allí sigue surtiendo indefinidamente su cura.
PhD en Antropología y realizadora ecuatoriana. Dirige Comidas que Curan, una productora de documentales independiente dedicada a revalorizar los saberes sobre alimentación y medicina tradicional. Realizó el documental «Raspando coco» sobre las tradiciones culinarias afroesmeraldeñas premiado en festivales de cine y eventos académicos en distintos países. Ha sido productora de diversos proyectos audiovisuales junto a la Red Guardianes de Semillas de Ecuador. Es profesora del Departamento de Critical Race and Political Economy de Mount Holyoke College en Massachusetts.
- Pilar Egüez Guevara
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