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PERIODISMO Y ANÁLISIS CRÍTICO SOBRE ALIMENTACIÓN

Cocinar con los recuerdos: el tamal lampreado de la familia Ulloa

Ollas al fuego con leña
«Lampreado» en Ecuador, es ese punto dulzón que se le da a las masas saladas y las hace irresistibles. Rubén Ulloa tuvo que acudir a los recuerdos de su padre para rescatar esta receta del olvido y, desde entonces, los tamales lampreados han marcado su vida.
Tiempo de lectura: 8 minutos

Ecuador, tierra de plátano

A comienzos del siglo XX, el presidente Galo Plaza comenzó a allanarle el camino a las grandes empresas que —de acuerdo con sus aspiraciones— le abrirían las puertas del progreso al Ecuador. Una de ellas fue la bananera United Fruit Company, que se encargó de talar enormes extensiones de manigua1 a lo largo de los ríos entre Catarama y Babahoyo para la nueva siembra.

Ya por los años 1940, durante el gran «boom» del banano en Ecuador, contaba mi papá que para llegar a Catarama2 había que navegar al menos doce horas en lancha desde Guayaquil.

La United les pagaba a los lancheros un sucre fijo —aparte del flete— por cada cabeza (racimo) de banano embarcada que sacaban desde los afluentes del río Guayas hasta Guayaquil. En cada viaje llevaban unas seis o siete mil cabezas de banano. Los pilotos tenían que ser unos ases manejando las lanchas por los ríos, unos ríos que se sabían de memoria. Estaba «el Gordo» Coello, un negro panzón y conversón que piloteaba la lancha con gran audacia con su sombrero, su bufanda y un cigarro apenas sostenido entre los labios. Hubo muchas desgracias por ahí, sobre todo al cruzar la bajante en la unión del río Babahoyo con el río Daule para formar el Guayas.

Muchos lancheros se forraron con los sucres del banano. Con un dólar de a tres sucres en esa época podían ganar alrededor de US$2 300 por viaje (algo así como US$43 104 de 2020)3. Como puede verse resultaba un negocio muy lucrativo. A su vez, los bananeros —entre quienes se contaban armadores y hacendados— también aprovecharon lo que tanto, tanto, tanto les dio Plaza e hicieron fortunas explotando a la gente local. Ahí estuvieron personas de apellidos Landívar, Durán Ballén, Aspiazu y Seminario, entre otros. De muchas de esas empresas familiares dedicadas al banano son descendientes varios de los pitucos4 del Guayaquil de hoy. Eso cuenta mi papá.

Catarama: entre el Pacífico y los Andes

En los 1940 Catarama era un pueblito muy próspero en medio del trópico, construido por arrieros y comerciantes que venían desde Bolívar sorteando cañadas, abismos, neblinas que llevan desde la sierra ecuatoriana —el centro de los Andes— al piedemonte de la costa del Pacífico. Los arrieros llevaban papas, ajos y cebollas desde la sierra hacia estas zonas más cálidas y se regresaban con cacao, café y arroz. Había migrantes de origen chino, turco, peruano, panameño, así como personas locales y venidas de la sierra, entre quienes estaban Rubén y Salvadora, mis abuelitos, que llegaron a Catarama como migrantes aún siendo niños. En el pueblo se conocieron siendo todavía jovencitos, se casaron y se quedaron. Al igual que la mayoría de las personas migrantes, iban buscando lo que llamaban «mejores días». Hubo quienes los encontraron, hubo quienes no.

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Familia Ulloa: Rubén y Salvadora; Sócrates, su esposa Ana Luisa y sus hijos Carmen, Ana María y Rubén

Rubén y Salvadora instalaron su negocito en una de las esquinas a la vuelta del parque. Era una tienda de esas en las que se encontraban desde una pala, pólvora o herramientas hasta arroz, café, sardinas y aceite de bacalao, telas y perfumes traídos de Guayaquil o chapitas de polvo que las montubitas5 usaban para colorearse las mejillas. Era un establecimiento muy movido, ya que en los alrededores había muchas haciendas y fincas; y predios y fundos cuyos moradores iban al pueblo para abastecerse.

Las recetas de Adela

Mi abuelita trabajaba mucho, pero ella no cocinaba —o al menos esto me cuenta Sócrates, mi papá—, pues, además del movimiento de la tienda, muchas veces se quedaba sola mientras el abuelo, aquejado de una enfermedad después de una fortísima caída, tenía que viajar frecuentemente a Guayaquil para el tratamiento. La preparación de los alimentos estaba en manos de Adela, Adela Guaitán: una negra de generosas carnes y maravillosas manos cocineras de quien mi abuelita aprendió su sazón. Adela decidía qué preparar en la cocina, así lo habían acordado tácitamente con mi abuelita. Era muy diestra en su oficio la Negra. Solo a veces, por alguna situación en particular, conversaban sobre qué cocinar.

Cocina de la familia Ulloa
Cocina de la familia Ulloa en la que Adela preparaba los alimentos

Recuerda mi papá que Adela iba al mercado a comprar. Con frecuencia, en el trayecto a hacer la compra se encontraba con los muchachos del pueblo que pescaban —cacaños, bagres o bocachicos, camarones y peces de río—. Adela preparaba los desayunos y las comidas de diario con los ingredientes que conseguía: tallarín con pollo, arroz relleno, niños envueltos de gallina, sopa de fritos o el dulce de piña con papaya. Estos insumos también eran indispensables para elaborar las comidas especiales: envueltos, cazuelas, colada morada o la fanesca. Esas son algunas de las recetas que la «Mamita Dori» —como le decíamos sus nietos— aprendió bien y que replicaría en la última etapa de su vida.

Adela era parte de la familia y vivía en la casa de mis abuelos con su hija Rosa. Recuerda mi papá que «era más bien brava», pues además de estar a cargo de la casa y de hijo ajeno, también tenía a su hija propia «que le sacaba canas verdes» con su rebeldía. Adela cocinaba y criaba, criaba y cocinaba, además era una gran compañía para mis abuelitos y tanto a ellos como al resto de la familia nos abrazaba con su sazón cotidiana y cálida, siempre lista, siempre gustosa.

En 1938 hubo un gran incendio en Catarama en el que el fuego se comió casi todo el pueblo. Al perderlo todo, Rubén y Salvadora tuvieron que reconstruir su casa, al igual que todos en Catarama. Adela era tan de la familia que la reconstrucción incluyó su habitación. Todo se hizo con caña guadua y los mismos techos de zinc, aunque ahora estaban quemados.

La vida después del incendio

El incendio marcó un antes, que ya no era, y un después, que era incierto para todos. Si bien en un principio mis abuelitos decidieron quedarse y rehacer su vida, poco tiempo después también partieron del pueblo. Así me lo contó mi papá:

Sobre el incendio se puede decir, por ejemplo, que fue pavoroso. También que hay tres aspectos definidos: antes, en ese instante y después. Son tres momentos en la vida del pueblo y en la vida de cada persona que lo vivió. La vida simplemente cambió. Se vio lo que pasaba inexorablemente a cada instante. A las cinco de la mañana todo estaba consumado. Había tizones aún encendidos y otros humeantes, montones negros de lo que antes eran casas. ¡Increíble! Hubo un antes que ya no era. Ni las llamas. Se lo tomaron todo. Todo era una sola llama. Nadie puede decir que era increíble. Era muy cierto lo que se veía.

Todos los sobrevivientes se armaron de valor ante lo inevitable y se pusieron a construir otra vez. Lo que resultó fue un gran campamento para alojarse. Eso se iba viendo poco a poco. Nada de filigranas ni gustos. Allí se alojarían todos, algunos por pocos días, otros por muchos años. Otro aspecto, otra visión, otras maneras de proceder. Nadie se propuso repetir. Todo diferente. Menos ostentoso, menos elaborado. Llegó el olvido para unos, otra forma de belleza para otros: la de la urgencia y practicidad ¡Quién lo diría! A mí me gustaba mucho.

Todo cambió y volvió a cambiar, eso ya no lo vi. Mis padres vivieron allí todavía algunos años. Yo iba de vez en cuando y me fascinaba ir. Hasta que me perdí por allí. Nunca supe el motivo por el que decidieron irse. No regresaron a ninguna parte. Su vida fue un enorme periplo. Murieron en Quito. ¡Quién lo hubiera pensado! Ni siquiera se lo imaginaron nunca que sus huesitos reposarían allí. Quisiera que se quemaran junto con los míos y dar por terminado ese capítulo de la familia. ¡¡¡Qué cosa!!!

Sócrates Ulloa
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Catarama como la recuerda el pintor Sócrates Ulloa

Así fue como mis abuelitos migraron al pueblo de Ambato. La Negra Adela decidió quedarse en la costa con su hija Rosa y sus sabores, pero, como lo mencioné, le heredó a la «Mamita Dori» sus tamales y otras recetas que ahora son un verdadero legado en mi familia.

Cocinar con la memoria

Yo no aprendí a preparar los tamales lampreados de mi abuelita Dori, sino de mi papá, conversando mucho más que cocinando. Él sí lo aprendió de mi abuelita. Cuando era niño solo le ayudé a mi «Mamita Dori» a elaborar la masa de los tamales al llegar la Navidad, puesto que era bastante duro batir la masa para tantos que debía cocinar y, como yo era el nieto varón, debía ayudar. Odiaba hacer esto. En todos esos años nunca supe la receta, no la conocí ni cuando murió mi abuelita. De hecho, lo que ocurrió fue que, ya grande, en el afán de replicar el sabor de esos tamales, de los tamales de mi «Mamita Dori» —que a su vez eran los tamales de la Negra Adela— fui ensayando y ensayando aquella receta que tantas veces vi preparar hasta que finalmente me salió bien y ahora es el tamal de la familia.

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Rubén Ulloa con su padre el pintor Sócrates Ulloa

No fue fácil encontrar «el punto» de estos tamales. Son poco comunes. Sin embargo, aquella tarea que, como dije, de niño no era mi preferida, se me convirtió en un tema de investigación y me ha dado para vivir hasta hoy.

Lo que relata mi padre sobre la transformación del pueblo tras ser consumido por el fuego es tal vez la explicación de por qué la receta del tamal de la familia no pasó de abuelas a hijas, sino que quienes la rescatamos hayamos sido varones: mi papá, yo y ahora mi hijo. Y quizás no es coincidencia que ahora mi hijo sea el más aparente para la cocina y esté aprendiendo algunas recetas.

Tamal lampreado de Ambato y de Catarama

Receta de Adela Guaitán y Salvadora Moscoso

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Tamales lampreados de Adela y Salvadora

Para los tamales se empieza por lavar bien la paila de bronce con bastante limón y antes con ceniza, para que no enferme. Se lavan las hojas de achira y se aplasta la vena con una botella o con la barriga de una cuchara, así no se quiebran cuando se arman.

El caldo se tiene que hacer con gallina gorda para que tenga buen sabor. También hay que preparar el «condumio de maní» con achiote, comino y orégano, haciendo «madurar el maní» en el refrito hasta que suelte la grasita propia.

La panela es la que da el «lampreado», es decir, ese sabor dulzón que se les da a algunas masas de sal. La harina de maíz se va deshaciendo con cuchara de palo para evitar que se hagan grumos. Se bate bien hasta que coja punto, que será el momento en que desprenda del fondo. Hay que medir si está bien de manteca haciendo una bolita en la mano y viendo que quede muy brillante.

El relleno lleva algunos ananayes: aceitunas, pasas, huevo duro, rajitas de ají (previamente toreados para que no pique mucho) y una cañita de jamón o chicharrón, si alcanzan las platas. No se los cocina mucho, que no se marchiten las hojas y queden verdecitas. Hay que dejar que cuajen los tamales antes de servirlos con su ajicito de tomate de árbol y café.

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Tamal lampreado de Rubén Ulloa con la receta de Adela y «Mamita Dori»

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  1. Selva, zona de vegetación densa o terreno pantanoso y cubierto de maleza. ↩︎
  2. Catarama es una ciudad al sur de Ecuador en la provincia de Los Ríos ↩︎
  3. Cifra obtenida del cálculo de la inflación en Estados Unidos, vía www.calcuvio.com/calculadoras-inflacion ↩︎
  4. Pituca/o es una palabra usada en buena parte de Suramérica para referirse a personas adineradas y presumidas. ↩︎
  5. Montubios y montubias (también se escribe montuvios o montuvias) es como se llama a los mestizos de origen campesino que habitan en las zonas rurales de las provincias costeras de Ecuador ↩︎

Proyecto Achira es un trabajo conjunto entre Rubén Ulloa y Margarita Sánchez. Rubén estudió cocinas patrimoniales y es cocinero de oficio desde hace treinta años. Margarita es traductora profesional y experta en turismo. Por más de veinte años ha recorrido Ecuador siendo los ojos de Rubén, en un sentido más que figurado. Margarita toma notas y graba las entrevistas, pues Rubén sufre de un deterioro visual que limita mucho su escritura.