En su fantástico libro La Cultura de los Problemas Públicos1, Joseph Gusfield, sociólogo estadounidense de la Escuela de Chicago, analiza la trayectoria que recorre un problema social para ser reconocido como un problema público, es decir, una circunstancia considerada indeseable o corregible de la que la sociedad debe hacerse cargo a través de la acción de sus instituciones. Ese camino está atravesado por lo que Gusfield llama “cruzadas simbólicas”, batallas culturales y políticas entre diferentes actores con puntos de vista contrastantes sobre la naturaleza de los problemas, sus implicaciones, su prioridad y, especialmente, su “responsabilidad”, entendida tanto como causa –el agente responsable de provocar un problema- y como obligación política –quién asumirá la responsabilidad de atenderlo. De acuerdo con el autor, la disputa por la definición de los problemas públicos suele resolverse a favor de quienes tienen el poder de imponer sus reglas cognitivas y morales sobre el deber ser de la realidad. Así, la propiedad de los problemas públicos será de quienes puedan definirlo como tal y posicionen sus reacciones a él como respuestas legítimas.
La definición del problema alimentario es un buen ejemplo de este proceso. Para algunos, lo problemático de la alimentación actual radica en su asociación con la explosión de enfermedades crónicas no transmisibles. Otros consideran que esto es sólo un síntoma de un problema previo de desigualdad estructural en la distribución de alimentos. Para otros más, lo problemático no está sólo en los criterios de distribución, sino en el modelo económico y político que organiza el sistema alimentario global, más motivado por la concentración de poder y riqueza que por satisfacer una necesidad básica. Cada visión del problema admitirá soluciones distintas. Unos pondrán el acento en los mercados y propondrán medidas de regulación. Otros enfatizarán el papel de los consumidores, desplazando hacia ellos la obligación de tomar mejores decisiones respecto a sus dietas y la adopción de hábitos saludables. Otros más apuntarán a la necesidad de replantear las relaciones de dependencia y subordinación de los sistemas alimentarios locales con los actores globales dominantes.
Ley General de Alimentación y el derecho de comer
En 2011, México tomó la decisión de definir a la alimentación como un derecho humano protegido por su Constitución lo que, sin duda, marcó un parteaguas. Desde entonces, sin embargo, la regulación del acceso efectivo a este derecho quedó suspendida, mientras los síntomas del problema alimentario, visto desde cualquiera de sus definiciones, se agravaban. Actualmente, cuatro de cada diez personas en México experimentan algún nivel de inseguridad alimentaria, una proporción semejante no puede cubrir el costo de la canasta alimentaria con lo que gana trabajando, la desnutrición persiste en uno de cada diez menores de cinco años, al mismo tiempo que tres de cada cuatro personas adultas tienen sobrepeso u obesidad, un fenómeno que crece de manera notoria entre población rural, indígena y de bajos recursos, no sólo en México, sino en el mundo.
En este panorama, la publicación de la Ley General de Alimentación Adecuada y Sostenible (LGAAS) recientemente aprobada por el legislativo mexicano, es un paso importante en la definición del problema alimentario y en la asignación de su responsabilidad. Además de establecer lineamientos para el acceso efectivo a una alimentación de calidad, la Ley representa un mecanismo de exigibilidad y justiciabilidad en caso de incumplimiento, elementos fundamentales del ejercicio pleno de los derechos humanos.
El diseño de la LGAAS no estuvo libre de “cruzadas simbólicas”. La iniciativa aprobada es el resultado de varios años de trabajo de organizaciones de la sociedad civil, academia, organismos internacionales e instancias públicas que determinaron el estado de la cuestión alimentaria en el país, con o a pesar de actores económicos preponderantes en el mercado nacional e internacional que a lo largo de estos 13 años se opusieron, directamente o a través de sus portavoces en el espacio político, a la regulación de su presencia en el mercado –por ejemplo, mediante el impuesto a refrescos, la publicación del etiquetado frontal, el retiro de caricaturas de la publicidad dirigida a menores, la prohibición del glifosfato y el maíz transgénico, entre otras iniciativas que merman su innegable poder económico y político.
La Ley zanja parcialmente estas disputas al colocar la raíz de los problemas alimentarios contemporáneos en la desigualdad; el hambre y la malnutrición, de acuerdo con la LGAAS, no se deben a limitaciones en los volúmenes de producción ni a la falta de voluntad personal, sino a la inequidad en el acceso a alimentos. Si bien ésta no es una definición novedosa del problema2, reconocerla permite que la Ley plantee entre sus objetivos “Fomentar la producción, abasto, distribución justa y equitativa y consumo de alimentos nutritivos, suficientes, de calidad, inocuos y culturalmente adecuados, para favorecer la protección y el ejercicio del derecho a la alimentación adecuada, evitando en toda medida el desperdicio de alimentos” (LGAAS, 2024: 77). Con este propósito en mente, la LGAAS reconoce a la disponibilidad, accesibilidad, aceptabilidad y calidad como elementos fundamentales del derecho a la alimentación y encauza sus acciones hacia tres metas –políticamente contrastantes, cabe decir3-: la soberanía, la autosuficiencia y la seguridad alimentaria.
Como se puede ver, organizar la política alimentaria nacional es mucho más que coordinar una cadena de abasto. Por ello, la Ley estipula la creación de un esquema de gobernanza del sistema alimentario nacional, hasta el momento inexistente más allá de disposiciones diseminadas en documentos normativos de varios sectores involucrados.
La LGAAS postula la creación de un andamiaje institucional coordinado por el Sistema Intersectorial Nacional de Salud, Alimentación, Medio Ambiente y Competitividad (SINSAMAC), que tiene como objetivo analizar, definir y acordar una política nacional alimentaria que se refleje en dos instrumentos rectores aún por definirse: la Estrategia Nacional de Alimentación y el Programa Especial del Sistema Agroalimentario. Cabe esperar que la conformación de estas instancias y sus instrumentos sea más transparente que la de su antecedente, el Grupo Intersectorial de Salud, Alimentación, Medio Ambiente y Competitividad (GISAMAC), formado en 2019, con resultados difíciles de rastrear con la información publicada por la administración que termina.
Además del interés por la justicia, la equidad y la calidad de la alimentación, otro acierto de los lineamientos de la LGAAS es que transmiten una clara preocupación por la sostenibilidad del sistema alimentario nacional, enfatizando la dimensión ecológica, desde la producción hasta el consumo, y destacando de manera especial el acceso al agua. Para un país que enfrenta crisis de sequía y escasez, tanto en la producción agroalimentaria como en el consumo doméstico, al mismo tiempo que los recursos hídricos son acaparados y explotados por empresas privadas nacionales y trasnacionales, la operación de esta ordenanza será, sin duda, un desafío.
Otra propuesta interesante de la LGAAS, a cuya instrumentación será muy importante dar seguimiento a través del reglamento de la Ley, es la consideración de canastas alimentarias normativas regionales4 como referencias o estándares de calidad alimentaria para todas las acciones públicas desplegadas por la administración pública para garantizar el derecho a la alimentación. En tanto parámetros de referencia, las canastas alimentarias sirven para definir líneas de pobreza por ingresos, calcular la inflación y diseñar programas de asistencia alimentaria, entre otros fines. Considerar canastas normativas en estos ejercicios obliga a introducir estándares de calidad nutricionales, económicos, culturales y ecológicos. En un contexto en el que, de acuerdo con la FAO, las dietas saludables son hasta cinco veces más caras que las no nutritivas, contar con una referencia que refleja el costo real de la norma contribuye a elevar la exigencia de los criterios alimentarios de las políticas públicas.

Por otra parte, la evidencia ha mostrado que la malnutrición tiene origen no sólo en la falta de acceso económico a alimentos adecuados, sino también de condiciones para realizar el trabajo que implica alimentar a las familias. En ese sentido, el hecho de que la LGAAS considere la instalación de comedores escolares –con énfasis en la educación básica, pero con mención especial a la alimentación provista en planteles de educación superior- y promueva la creación de comedores laborales, es un paso positivo hacia la socialización del trabajo doméstico y de cuidados, con el doble efecto de mejorar la alimentación de las personas y liberar a los hogares de recursos y tiempo. La forma en la que el reglamento de la LGAAS aterrice estos lineamientos será fundamental para su éxito.
Finalmente, el derecho a la alimentación está vinculado con el derecho al a información, para lo que la LGAAS también dispone acciones relevantes. Por un lado, la Ley obliga a que los productores informen si sus mercancías contienen insumos genéticamente modificados. Por otro, persiste el énfasis que México ha hecho históricamente en la educación nutricional, pero con actualizaciones importantes, como la inclusión de información sobre el desperdicio, la sostenibilidad y la interpretación del etiquetado frontal.
No todo es miel sobre leyes
Ahora bien, una lectura detallada de la LGAAS también permite identificar inercias indeseables y ausencias importantes. Entre las primeras destaco la persistencia del aliento asistencialista en varios lineamientos que disponen la provisión de alimentos sólo para población en condiciones precarizadas, cuando en realidad, en tanto titulares de derechos, todas las personas deberíamos ser susceptibles de recibir dotaciones alimentarias que nos permitan ganar autonomía frente al mercado y liberar nuestros recursos para los fines que nos convengan. Pensar en la alimentación como un elemento de la protección social –un derecho social per se– no obliga a que el Estado sea su único proveedor, pero sin duda le asigna la obligación de establecer las bases para la socialización y colectivización de la alimentación. Hemos normalizado que ser alimentades sea una dádiva para las personas en pobreza, pero es un derecho y, en tanto tal, nos pertenece y obliga a todes.
En cuanto a las ausencias, destaco una que encuentro particularmente grave. A pesar de que en la exposición de motivos de la iniciativa de Ley las mujeres son correctamente identificadas como agentes clave de la producción alimentaria y también como grupo vulnerable a la inseguridad alimentaria y la malnutrición, la LGAAS carece totalmente de perspectiva de género. Se esperaría que una norma que parte de este reconocimiento incluya medidas específicas para mejorar la situación de una población que considera relevante.
Sin embargo, como ya es costumbre en la narrativa institucionalizada del problema alimentario, las mujeres aparecen de manera instrumental –como gestoras de bienestar familiar o colectivo- o como grupo vulnerado –especialmente si están en condición de embarazo o maternidad-, pero no como sujetas de derecho en sí.
Es un hecho reconocido que las mujeres tienen mayores porcentajes de inseguridad alimentaria y que son mayoría en algunos padecimientos crónicos, así como entre la población con sobrepeso u obesidad. También existe evidencia que asocia estas tendencias con la pobreza y con el rol doméstico y de cuidados. En este sentido, la LGAAS reproduce, por omisión, la idea de que la seguridad alimentaria es una condición que está presente o ausente y no lo que en realidad es: el resultado del trabajo de millones de mujeres que se encargan cotidianamente de traducir un término abstracto como la seguridad alimentaria en una realidad concreta: comida en la mesa.

La desproporción de esta carga y su invisibilidad tienen consecuencias en la calidad de las dietas de las mujeres y en su salud, algo que la Ley reconoce, pero no atiende. ¿De quién es el problema alimentario de las mujeres? ¿Por qué nadie se lo apropia? ¿A quién podemos asignarle su responsabilidad?, ¿a las instancias para la igualdad de género, al sistema de salud, a la asistencia? Me parece que la discusión actual en torno a la creación de un sistema nacional de cuidados es el espacio pertinente para plantear esta preocupación, dando a la alimentación un papel preponderante entre los trabajos y cuidados que dicho sistema habría de proveer. Ello permitiría, por un lado, avanzar en la desfamiliarización y socialización del trabajo alimentario, compartiéndolo con las instancias del Estado y el sector privado y, por otro, reducir la subordinación de las mujeres a las necesidades familiares, habilitando su tiempo y sus recursos para otros propósitos, incluido su propio cuidado.
En síntesis, el margen de acción de la LGAAS es amplio, ambicioso y parece bien orientado. Su éxito dependerá del diseño y aplicación de su reglamento y de mucha voluntad política. Siguiendo de nuevo a Joseph Gusfield, definir una situación como un problema público exige otra condición indispensable: una “conciencia cognitiva de alterabilidad”, es decir, concebir que los problemas públicos tienen solución, que es posible modificar el curso de las cosas y que se tienen el poder, los recursos y la obligación de hacerlo. Por el momento, la existencia de la LGASS es un paso firme en esa dirección.
- Gusfield, Joseph. (2014 [1980]). La cultura de los problemas públicos. El mito del conductor alcoholizado versus la sociedad inocente. Buenos Aires: Siglo XXI. ↩︎
- La definición del hambre y las hambrunas como resultado de la desigualdad y no de la falta absoluta de alimentos fue expuesta por Amartya Sen hace más de 40 años. ↩︎
- En especial, los movimientos que luchan por la soberanía alimentaria y la autosuficiencia tienden a considerar a la seguridad alimentaria como un marco institucionalizado que no transforma las relaciones asimétricas de poder que organizan el sistema alimentario industrial contemporáneo ni cuestiona las injusticias que lo sostienen. ↩︎
- Contrario a las canastas alimentarias observadas, conformadas por los alimentos y bebidas que conforman el patrón de gasto efectivo de los hogares. ↩︎
Profesora investigadora del Departamento de Sociología de la Universidad de Guadalajara. Sus líneas de investigación son la pobreza, la desigualdad, la reproducción social y la alimentación.
Correo: paloma.villagomez@academicos.udg.mx
- Paloma Villagómez Ornelas
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