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PERIODISMO Y ANÁLISIS CRÍTICO SOBRE ALIMENTACIÓN

Nadia Campos

La memoria como alimento y el alimento como memoria

Hemos aprendido que la comida es un espacio de arraigo que lo mismo permite mantener vínculos con el lugar de origen que transformar los paisajes alimentarios del sitio de destino.

Un trago de café negro me lleva inevitablemente a recordar un desayuno antiguo: huevos revueltos con chorizo, ambos en un punto de cocción preciso; frijoles de color deslavado y una textura a medio camino entre el caldo y la masa; queso fresco y salado encima desbaratado con los dedos; salsa de jitomate y chile asados todavía humeante, y molida en molcajete en la que aún se pueden sentir unos granos groseros de sal; tortillas muy calientes, doradas pero flexibles, sin estar quemadas pero con un tenue sabor a humo. Todo va acompañado de café negro instantáneo endulzado con miel.

Los huevos con chorizo son todo menos un desayuno extraordinario, pero la idea de ese desayuno me provoca gran antojo. Son, digamos, mis magdalenas. He vuelto a desayunar lo mismo, pero nunca más así. El recuerdo de ese desayuno tiene sentido y potencia solo si lo pienso en conjunto e idéntico, porque lo que tengo presente con más claridad no es el sabor de cada elemento, sino la combinación de todos ellos. Más aún, recuerdo el sabor de cada bocado y el gusto al tragarlos con café, pasando el picor de la salsa hacia la parte trasera de la lengua.

El recuerdo se hace cada vez más viejo, es de cuando era muy niña, tenía menos de cinco años tal vez. A esa edad vagaba por varias casas y en algunas me daban de desayunar. Pero solo en una me acercaban la salsa de a de veras y me servían el café negro. En esa casa yo estaba rodeada de mujeres, mujeres hablando, fumando, escuchando radio; mujeres negociando cosas todo el tiempo, siempre en la cocina, por donde los pocos hombres que había solo pasaban a saludar o despedirse.

Memoria de la cocina poblana
Cocina Poblana, anónimo, colección Munal.

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Recordar el pasado es una forma de mantenerse en el presente. La memoria no es un acervo pasivo de información, sino un instrumento activo para estar aquí y tomar decisiones ahora. La experiencia contemporánea es una conversación permanente entre el momento actual y la experiencia pasada, entendida no como dato dado, sino como hipótesis viva permanentemente a prueba. Un café instantáneo en el presente me recuerda aquel desayuno y de inmediato mi cuerpo postula la posibilidad de que ese trago venga acompañado de todo lo demás. Dado que ese desayuno lo preparaba mi abuela paterna, hace años fallecida, eso, tal como lo recuerdo, no volverá a ocurrir jamás y yo nunca tendré de nuevo cinco años.

La comida y la memoria son asuntos universales. Juntas condensan materia, espacio y tiempo, los ejes de nuestras coordenadas vitales.

La memoria como alimento

Todo ser vivo se alimenta y retiene información intelectual y sensorial en torno a esa experiencia. Los animales recuerdan el alimento tóxico para evitarlo o el lugar donde encontraron la mejor comida; las plantas recuerdan las estaciones para florecer o resguardarse; las personas recordamos sabores, lugares, compañías, disposiciones y sensaciones corporales para repetir, evitar o transformar nuestras experiencias del mundo.

En el caso de la alimentación, la relación con la memoria corre en al menos dos vías. Por una parte, la comida es un elemento central de los recuerdos biográficos que ayudan a dar coherencia a nuestro relato de vida. Ya sea que tenga un lugar protagónico o de reparto, la comida emerge en las narraciones de nuestras circunstancias más comunes o extraordinarias. De manera cotidiana hablamos de lo que comimos durante el día, describimos con entusiasmo lo que probamos durante un viaje o explicamos a foráneos las preparaciones de nuestro lugar de origen con una precisión rayana en arrogancia. Recordar los dulces de la infancia o las dietas de moda nos une con nuestros contemporáneos en un gran paladar generacional.

Por otro lado, la memoria es el instrumento de la repetición y la rutina que organizan nuestras vidas cotidianas y nos permiten ser integrantes competentes de una cultura mediante la ejecución de su ritualidad. No solemos concederle el estatus de recuerdo, pero, en lo que concierne a la alimentación, el conocimiento que tenemos de los sabores, modos de preparación, rituales de degustación o modales de comensalidad, también se asienta en la memoria y también lo llamamos al presente por medio de evocaciones que incorporamos a nuestro sentido práctico. Este acervo de conocimientos se asimila y socializa a través de lo que el antropólogo británico Paul Connerton llama «prácticas de incorporación» de la memoria, es decir, formas acuerpadas de adquirir y perpetuar saberes distintas a las «prácticas de inscripción» caracterizadas por su materialización en dispositivos escritos1.

En cualquiera de los casos —la alimentación en la construcción de la memoria o la memoria en la organización de la alimentación— la sustancia que permite a la memoria viajar en uno u otro sentido es la sensorialidad, la experiencia de los alimentos.

El alimento como memoria

La comida es un estímulo que experimentamos con todos los sentidos; cuando creemos recordar sabores, en realidad lo que recreamos con el cuerpo y el afecto —entendido no como emoción o sentimiento, sino como el acto de ser afectadas— es la reacción de todos los sentidos al degustarlo. Es decir, recordamos más que el gusto de un alimento, también reviven su aspecto, su olor, la textura en la boca, su sonido al ser manipulado. Más aún, recordamos la experiencia combinada e integrada de todos los sentidos: mi evocación de aquel desayuno me lleva a oler el sabor, escuchar su textura, ver borrosamente el aliento que dejaba.

Uno de los estudiosos más reconocidos de la relación entre la alimentación y la memoria, el antropólogo estadounidense David Sutton, señala que, justamente por esta propiedad sensorial, la comida tiene el potencial de evocar formas de vida completas, recuerdos «totales» de la circunstancia, el contexto y la época en las que comimos el alimento en cuestión2. A diferencia del presente, que experimentamos de manera fragmentada, cuando recordamos la comida opera una sinergia de todos los sentidos que produce evocaciones completas del pasado, memorias cohesionadas que nos integran plenamente al momento, al lugar y a la identidad que teníamos entonces.

Para decirlo pronto: cuando Anton Ego prueba aquel ratatouille, tiene una experiencia sinestésica que lo retrotrae violenta y dulcemente a la infancia, a la mesa familiar y al amor materno, es decir, a un universo entero que tenía sentido, en el que él ocupaba un lugar singular marcado por el amor y la protección.

Por supuesto, no todo pasado fue mejor y las huellas sensoriales y afectivas que los alimentos dejan en nosotros no están reservadas exclusivamente para las ocasiones felices. La totalidad a la que nos remiten los recuerdos de los alimentos también puede estar definida por la precariedad, la violencia, el conflicto o la vergüenza. Un platillo o apenas un ingrediente pueden devolvernos automáticamente a un escenario de privación, violencia, de antojo insatisfecho, de sustitutos amargos o de oscura monotonía.

Efectivamente, para bien o para mal, la capacidad evocativa de la comida es potente como pocas.

Sin insinuar que sea el único elemento con esta habilidad, la alimentación es una experiencia tan vital, tan absoluta y universal, tan cotidiana como extraordinaria, que no es de extrañar que se recurra a ella como vehículo de la nostalgia, como estandarte de la identidad o como enclave de la resistencia al cambio.

Comida y destino

Son muchos los estudios que analizan el papel de la alimentación en las relaciones de continuidad y ruptura detonadas por la migración, la guerra o las crisis económicas. De ellos hemos aprendido que la comida es un espacio de arraigo que lo mismo permite mantener vínculos con el lugar de origen que transformar los paisajes alimentarios del sitio de destino; que las recetas de la privación llegan a convertirse en elementos entrañables de épocas oscuras porque hicieron vivible lo inimaginable. Que la comida es, pues, el sitio de la sobreviviencia, lo que la llena de gloria, pero no la libra de trauma.

La memoria es clave para el exorcismo de esos traumas materializados en la comida. No extraña la producción de objetos o prácticas que, dependiendo de la naturaleza del recuerdo, buscan emular o conjurar las circunstancias pasadas. Por mencionar algunos ejemplos recientes, David Conde y Lorenzo Mariano, publicaron Las recetas del hambre. La comida de los años de la posguerra3, donde entreveran recetas con testimonios de los malabares que las personas en España debían hacer para mantener una cierta estructura en los alimentos, un orden y una apariencia que les hicieran sentir que, aun con sustitutos extravagantes y desesperados, se alimentaban de una forma que tenía algún sentido.

Clara Cannucciari, una de las abuelas más famosas de internet, mantuvo durante años Great Depression Cooking, un canal de YouTube en el que se dedicaba a preparar la comida italoamericana de su infancia marcada por la Gran depresión.

Great Depression Cooking

En México, los colectivos de Madres Buscadoras de familiares desaparecidos por la fuerza han creado dos Recetarios para la memoria, uno en Sinaloa y otro en Guanajuato. En ellos se recogen las recetas e imágenes de los platillos favoritos de las personas ausentes, comidas simples, antojos cotidianos, preparaciones caseras que contenían mundos afectivos y emocionales enteros, a los que jamás pensaron recurrir para denunciar su ausencia y clamar por su regreso. De acuerdo con los testimonios de las madres, hermanas o esposas que todavía les buscan, algunas siguieron preparando estos platillos para recibir a sus seres anhelados cuando volvieran; otras no han podido prepararlos de nuevo.

Vínculo entre pasado y futuro

Y es que, como ya adelantábamos, comer nunca es solo comer y preparar los alimentos tampoco. Cocinar —especialmente recetas conocidas— es exponer al cuerpo a una serie de estímulos y disponerlo a un conjunto de movimientos, técnicas y reacciones de las que esperamos un resultado específico, típicamente satisfactorio.

De acuerdo con Charles Spence4, psicólogo experimental y experto en ciencias de la alimentación, la experiencia de la comida se juega tanto en la impresión sensorial del acto de comer en el momento presente, como en la expectativa que lanzamos desde el pasado sobre lo que comeremos y las sensaciones que derivaremos de ello en el futuro. Aun si no sentimos que nuestra motivación para comer sea el antojo sino la necesidad, elegimos los alimentos recurriendo al recuerdo que tenemos de ellos por experiencias pasadas. Así, comer no es solo acceder a una síntesis de sabores y nutrientes, sino también una oportunidad para experimentar el mundo coherentemente, pasando del deseo al acto y de ahí a la satisfacción, una secuencia que sólo puede ocurrir en el tiempo.

Con las recetas dedicadas a sus familiares ausentes, las mujeres buscadoras desean compartir además de una receta, un mundo de vida que tenía sentido, ese lugar en el que estaban completas. Clara Cannucciari mas que convertir su infancia en un espectáculo de angustia, quiso resignificar la privación como motor de tenacidad y creatividad. Cada uno de estos ejercicios, elaborados desde la nostalgia, el dolor, la necesidad de justicia o de reconciliación, buscan compartir una forma de vida, mantenerla en el presente, actualizar su significado y refrendar su legitimidad, ahora y entonces.

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Cuando terminaba el desayuno todas permanecíamos en la cocina. Seguramente yo habría podido estar en otras partes, jugando, pero prefería quedarme a la sobremesa. Las mujeres que me rodeaban, la abuela, dos o tres tías, alguna vecina, seguían ahí, hablando, fumando y tomando café, preparando las cosas para la próxima comida. Yo quedaba quieta, probablemente enchilada, mirando hipnotizada la danza de los dedos de mi abuela, que recogían con las yemas las morusas del almuerzo, presionándolas delicadamente sobre el mantel, una por una, para depositarlas en una servilleta de tela. Yo le acercaba las migajas que no alcanzaba. Ella me sonreía. Nunca, como en esa cocina, he vuelto a ser tan parecida a las demás.

Cuando pensamos en la memoria, la imaginamos como una tableta de arcilla sobre la que grabamos recuerdos, ya sea a voluntad (memorizamos) o por accidente (cuando quedamos «impresionadas»). Esta dicotomía entre intencionalidad y aleatoriedad hace ver a la memoria como un dispositivo que se activa, voluntaria o involuntariamente solo en circunstancias especiales. Sin embargo, la memoria es —por llamarle así— un aparato permanentemente encendido que forma parte fundamental de la experiencia acuerpada de nuestra cotidianidad. En buena medida, sobrevivimos porque nuestro cuerpo recuerda cómo sobrevivir y alimentarnos es parte constitutiva de ese proceso. 

Sin embargo, si algo podrá distinguirnos de las máquinas en algún momento ya no tan lejano, será el refinamiento que hemos desarrollado en torno a la experiencia corporal de los alimentos, una síntesis de sensaciones, afectos y significados que atraviesan el tiempo y el espacio y son tan singulares como colectivas. La comida, la memoria de la comida, nos pone en nuestro lugar, nos recuerda quiénes somos, quiénes fuimos y hacia dónde ir. 


  1. Connerton, Paul (1989). How Societies Remember. Cambridge: Cambridge University Press. ↩︎
  2. Sutton, David (2001). Rememberance of Repasts. An Anthropoly of Food and Memory. BERG. ↩︎
  3. Conde, David y Lorenzo Mariano. (2023). Las recetas del hambre. La comida de los años de la posguerra. España: Crítica. ↩︎
  4. Spence, Charles. (2022).«What Roles Does Memory Play in Our Enjoyment of Meals?», Beth Forrest y Greg de St. Maurice (Eds.), Food in Memory and Imagination. Space, place and taste. Bloomsbury, pp. 65-77. ↩︎

Profesora investigadora del Departamento de Sociología de la Universidad de Guadalajara. Sus líneas de investigación son la pobreza, la desigualdad, la reproducción social y la alimentación.