Maxtla, señor tepaneca apostado en Coyoacán, debió habérselo pensado antes. A causa del desplante sufrido en un banquete, Izcóatl, el señor de los tenochcas, mandó llevarle «patos, ánsares, pescado y todo tipo de sabandijas que se crían en nuestra laguna» y que allí, a sus puertas, «asen, tuesten y cuezan dellas para que entrando el olor y suavidad del humo que dellas saliera, malparan las mujeres, descríen los niños, se enflaquezcan los viejos y las viejas se mueran de dentera y deseo de comer lo que les es vedado». Salvador Novo rescató este fragmento del Códice Durán y recordó que en México, país de etnias diversas y de buen comer, ni siquiera la venganza tiene por qué servirse fría. Pero, para códices y manjares, hablemos de Tlamanalli y de lo que significa Abigaíl Mendoza.
En el México de hoy, el poder de un buen guiso en el momento justo siempre estuvo fuera de toda duda. Y también, en contraste con la inmediatez actual, la profundidad de sus raíces. Así fue que, en 2010, la comida tradicional mexicana fue incluida en la lista de Patrimonio Mundial inmaterial. Su candidatura defendía que era un sistema completo que englobaba diversidad de culturas e ingredientes, técnicas, creencias y rituales ancestrales que, además, podían ser modelo de conservación para otras sociedades. Para entonces, la UNESCO ya conocía a Abigaíl.
Acabo de almorzar en Tlamanalli, su restaurante oaxaqueño, y aún durante la sobremesa sigo paladeando una historia y un discurso. A la conclusión que llego es que su cocina, a diferencia de lo que Izcóatl pretendió con Maxtla, reconcilia. Es un poder de algunas personas como ella. Un último y feliz regusto. Uno pone expectativas en un plato, pero no sé si llega a esperar eso
Abigaíl Mendoza
Abigaíl Mendoza (Teotitlán del Valle, Oaxaca, 1960) empezó a ser conocida a principios de los noventa cuando una redactora de la revista estadounidense Gourmet se fijó en ella; en 1993, el New York Times la nombró en su lista de diez cocineros del año y después la reseñaron en la publicación Saveur. A la vuelta del siglo, formó parte de una delegación mexicana ante la UNESCO en París, fue invitada al Salón del Chocolate, también allí, y en 2011 a Gastronomika, la feria culinaria vasca de San Sebastián. Apenas en 2013, después de profetizar tan lejos, la revista Quién nombró a Abigaíl entre los cincuenta mexicanos de ese año.
En Tlamanalli, consolidado con los años, Abigaíl prepara comida tradicional a precios nada callejeros. Hoy es una de las más reputadas cocineras tradicionales mexicanas, y vaya donde vaya lleva sus faldas coloridas, sus trenzas y su metate de piedra, sin el que no hace ningún platillo. Eso gusta a los medios, gusta a veces a las Secretarías de Turismo y gusta, desde luego, a profesionales de la cocina de otros países, que alucinan con ella. Pero no es finta. Ella no cambia. Cuando iba rumbo a Gastronomika, se negó a subirse al avión si su metate no embarcaba. La periodista Guadalupe Loaeza, que escribió las líneas más cercanas que he leído a la esencia de Abigaíl, la llamaba «un hada zapoteca». Pude conocer su entorno a lo largo de una semana, suerte la mía, y al final, más que adjetivos para ella o para sus platillos yo ensayaba sustantivos como carisma, personalidad, ejemplo. Pero, ¿ejemplo para quién? ¿A quién le sirve —paladares aparte, jurados aparte, editores aparte— lo que hace Abigaíl?
«Ella no tiene un problema, se pone donde se tenga que poner; ella dialoga sin negar su origen», dice Miriam Bertrán Vila, antropóloga, nutricionista y profesora investigadora en temas de alimentación en la Universidad Autónoma de México.
«Tiene que ver con una postura indígena, y esa es una diferencia. Esa lógica de que para mejorar tiene que dejar de ser indígena, hay una serie de cosas que, eventualmente, la mueven y trastocan».
Para Bertrán Vila, en las políticas públicas de México siempre ha imperado una lógica desindianizante en las que el mito del mestizaje y la noción revolucionaria y vasconcelista de igualdad, han jugado en contra.
Abigaíl dialoga y transmite muchas cosas, pero otro ingrediente que está presente en toda referencia que se hace de ella es una sonrisa perenne y redonda. Esa sonrisa no es la expresión de quien simplemente está alegre y que en algún momento estará triste. Es la de quien se sabe haciendo lo que se propuso, lo que vino a hacer al mundo. Por eso dura tanto. Si, además, ella se ha reivindicado en los fogones, ya lo tiene a uno encandilado, pero esa entereza alegre es tan rara de ver que, tras la última cucharada, podría esperar incluso que sonriera el plato.
Para Bertrán Vila, que tras mucho investigar ve el cuadro completo, el fenómeno es algo más amplio. Las cocineras tradicionales «ya han entendido que tienen un conocimiento valioso y eso las posiciona en algo muy distinto al mero saqueo del patrimonio», dice. Pero casi habría que ir por partes: la cuestión indígena llega a un ámbito donde las mujeres son buenas cocineras y donde las estrellas son, en cambio, chefs famosos.
«Si haces un paralelismo con el patrimonio físico, entendieron que tienen un valor además de los usos que ellos le daban. Y en el momento que se dan cuenta, empieza un diálogo con el exterior y eso los pone en una posición de negociación, de iguales».
Según ella, sigue habiendo quienes no ven bien esa emancipación de Abigaíl, hay quien quiere que las personas de pueblos indígenas sean puras y estén en su lugar. Y entonces, dice Bertrán Vila, Abigaíl responde: «¿Quieren ver lo mío? Pues ahí voy, con todo lo mío».
Algo similar se le quedó grabado a Edmundo Escamilla, historiador en la Escuela de Gastronomía Mexicana del Distrito Federal, que conoce bien a Abigaíl.
Cuando la invitaron a Gastronomika, le preguntaron qué entendía por alta cocina y ella respondió: «La que yo hago».
La familia Mendoza y Tlamanalli
Abigaíl recibe a la clientela en una casona neocolonial de dos plantas y escalera central que ella misma diseñó en la calle principal del pueblo. Es el segundo Tlamanalli: el primero, más modesto, quedaba justo al lado. Hoy, como lo culinario es un destino, los personas hacen reservas por internet y llegan desde cualquier lugar del mundo
El nombre de Tlamanalli lo encontró en el Códice Borgia y, en vez de en zapoteco, lo eligió en náhuatl, la misma lengua que da nombre a Teotitlán, para que fuera más fácil pronunciarlo. Puede traducirse como «Dios de la comida» o como «abundancia de víveres».
Abrirlo fue una decisión, una trinchera en sus varias guerras personales en las que la primera, tal vez, es contra el silencio y la aculturación. Si la tradición es silenciosa, dice ella, desaparecerá. Pero tuvo suerte de nacer en una familia como la Mendoza y en un pueblo como Teotitlán, que tampoco era uno más, porque los tejidos teotitlecos ya circulaban por el mundo.
La producción artesanal de textiles había puesto en el mapa a Teotitlán unas décadas atrás. Cuando los frailes españoles trajeron el telar de pedal allá por el siglo XVI, el legado local se adaptó a la nueva técnica. Si se husmea por entre las casas y talleres entreabiertos se puede ver que los telares no han cambiado mucho desde entonces. Aunque en todas las familias se tejía, ese trabajo complementaba al del campo de quienes no habían migrado al norte, y los y las tejedoras hacían fila para venderle a un único comprador del pueblo, que era quien se los llevaba lejos. Pero la balanza se tornó. Cuando comenzó a llegar el turismo, quienes iban de visita descubrieron los telares, estos pasaron a ser la actividad principal y el pueblo prosperó.
Emiliano Mendoza había sido bracero por seis periodos en Estados Unidos, pero decidió regresar y dedicarse a ello. Optó por ofrecerse a Francisco Toledo y Rufino Tamayo, pintores oaxaqueños de renombre, para elaborar tejidos de sus obras. A su vez, su hijo Arnulfo, el mayor de diez, recibía gente de todos lados para mostrar su propia obra. E incluso hoy día, Abigaíl, la mayor entre las hijas, no se considera más cocinera que tejedora. Pero pensó en abrir un café.
«A Arnulfo lo visitaba una americana que traía turistas de Pasadena, y yo le dije a ella: la próxima vez que traigas gente voy a cocinar y los voy a invitar a todos».
Y entonces, don Emiliano sintió que el talento de su hija iría mejor a un restaurante y decidió ayudarle a abrirlo.
Por aquel tiempo era habitual que, si un niño abandonaba la escuela, los padres, como responsables, acabaran en la cárcel. A los ocho años, Abigaíl solía ir descalza al molino a llevar el nixtamal, el maíz con el que hacer tortillas, pero sabía que llegaba tarde a clase porque leía la sombra del sol en la esquina de su casa. De alguna manera, se las arregló para convencer a su padre —y este al alcalde— de que, en lugar de ir a la escuela, sería más útil si ayudaba a su madre. Con los años, don Emiliano diría que preferiría haber ido a la cárcel por aquello. Su muerte de cáncer en 1991 fue el peor momento en la vida de Abigaíl. Pero don Emiliano alcanzó a ver abierto Tlamanalli. Al poco de abrir, incluso, la visitó aquella periodista estadounidense. Después vino la nota de Gourmet. Abigaíl se la enseñó a su padre, él vio allí un augurio y descansó.
Don Emiliano, muy respetado, inspiró a sus hijos. Había dirigido la escuela, también el comité del templo y llegó a presidir el municipio. «Por aquel tiempo el presidente no recibía dinero, y para elegirlo se miraba su trayectoria tradicional», dice Abigaíl. «Puso hasta de su bolsa». En un pueblo de fe honda y casi católico en su totalidad, su padre también había sido mayordomo de la fiesta más celebrada, la del Señor de la Preciosa Sangre. La mayordomía, una ofrenda voluntaria, implica madrugones diarios para preparar el altar durante todo un año, hacer los preparativos de la fiesta grande y ser anfitrión de otra fiesta que tiene lugar cada dos meses. El mayordomo debe, además, costearlo todo. Escamilla conoce bien estas costumbres y dice que ser mayordomo te da prestancia social. «Significa que repartiste a los demás, es algo que ya no se entiende».
Don Emiliano le pidió a Abigaíl que le ayudara durante un año en la mayordomía. Y Escamilla piensa que con eso, quizás, tácitamente le estuviera pidiendo no casarse. Sin embargo, a los ocho años Abigaíl ya cocinaba y cargaba a sus hermanas. Ella dice que llevaba a una en el rebozo y a otra de la mano. Que, a su manera, ya había sido madre.
Escamilla también cree que esas responsabilidades que recayeron sobre Abigaíl la convirtieron en cabeza de familia. Pese a ello, tuvo que romper algunas reglas. Se veía mal que una mujer soltera fuera al mercado; el albañil de Tlamanalli llegó a abandonar la obra porque decía que no trataba con mujeres. Luego, incluso Doña Clara, su madre hoy viuda, dio a su hija mayor algunos roles de padre.

Pero su padre había tenido otros nueve hijos. Una de ellas, Rufina, es catequista. Es la hermana menor, habla zapoteco, español e inglés perfectamente, y fue elegida hace un año presidenta del comité local de pastoral. Marcelina, la cuarta entre las hermanas, ejerció de secretaria municipal con quince años, acaban de nombrarla presidenta del DIF, la principal institución de asistencia, y está ayudando a lingüistas a transcribir el zapoteco del valle, repleto de sonidos guturales de difícil escritura. Antonio, que es abogado y vive a treinta kilómetros, en Oaxaca, da apoyo legal al campesinado de la Sierra Norte a cambio de un plato caliente, o un gallo, o un pollo, y los fines de semana, cuando visita a su madre y sus hermanas, dirige a un equipo de basquetbol adolescente y tutela a los chicos para que no se pierdan.
En Tlamanalli, Antonio se encarga también del papeleo. En un restaurante que tiene muchas patas, Rufina, junto a Rosario, relevó a Marcelina y a Adelina. Abigaíl, aparte de fundarlo, fue quien reunió las recetas, es quien investiga y también quien va al mercado, pero nunca trabaja ella sola. Sus hermanas ayudan en la cocina, se encargan del servicio y se turnan cuando ella viaja a cubrir un compromiso. A Escamilla todo le hizo sentido cuando Abigaíl y su familia llegaron a su escuela de Ciudad de México para presentar Dishdaa’w. La palabra se entreteje en la comida infinita, el libro sobre su vida que escribió junto a la académica Concepción Núñez Miranda: «Lo más parecido eran las caravanas de aquellos magos de Oriente», recuerda él.
«Llegaron con sus canastos de chocolate, tlayudas, mezcal, llenos de dádivas. Sepa Dios si era el Mesías».
Recientemente, cuando la revista Quien la invitó la capital para premiarla entre los 50 mexicanos de 2013, Abigaíl dijo que las Mendoza irían. Que serían, por lo menos, tres.
«[Tlamanalli] es una muestra de cómo conservando tu identidad tienes una estabilidad económica», resume al fin Escamilla, que siente que ese trabajo fraternal es una forma de corresponderle a ella. Abigaíl dice que, cuando hay fiesta, se juntan los diez hermanos. Su madre les pidió que no se pelearan nunca y ella da gracias a Dios por lo bien que se llevan. Desde mi mesa escucho un alboroto en la cocina, pero observo la curiosidad de unos clientes extranjeros que, desde la suya, lo buscan con la mirada y tratan de descubrir cómo se comparte una carcajada en zapoteco.
La cocina de Abigaíl
A diez minutos a pie de Tlamanalli, siguiendo hacia la sierra, hay también un pequeño callejón de tierra con nombre de expresidente, un portón metálico que da a una casa de ladrillo y, dentro, un patio con tomateras y rosales. En el patio, un Cristo y una Virgen floreada, un lavadero manual con un hilo y ropa húmeda y, junto a la butaca arrancada de un coche y un balón pinchado, tres telares de pedal, cientos de hilos entrelazados y algunos tapetes a medio tejer.
Allí, esos brazos que ponen flores, lavan los trastes y tejen los tapetes salen de blusas y mandiles de señoras con ropas tradicionales. Todas ellas llevan trenzas hasta la cintura o, como Abigaíl ahora, anudadas cual corona. Todas se apellidan Mendoza. Ya a la hora del desayuno, antes ir al restaurante y antes de ir incluso al mercado, en una olla vieja y sobre las brasas de un horno de barro que está en medio del patio, humea el nixtamal, el maíz cocido con agua y con cal viva que es la base de toda una cultura. Abigaíl lo ha molido haciendo rodar el metlapil contra el metate, ambas piedras milenarias, y de él saldrá esa tortilla tan ecléctica que su hermana Rufina llamará cuchara comestible, justo igual que Salvador Novo en su libro. De igual forma —arrodillada—, ella tritura ahora los chiles, suelta más carcajadas y grita en zapoteco junto a alguna de sus cinco hermanas.
En su sincretismo teotitleco, el maíz no es menos sagrado que el sol o que el propio metate. Ella despedaza las tortillas sobrantes, desprende con las manos el grano no picado que sobrevivió al gorgojo y, junto a las migas de la mesa, nuevamente hincada, mezcla todo en un cubo con agua y se lo da a los pollos: así alimenta al alimento. Luego, que al levantar Tlamanalli saliera de la tierra otra piedra labrada con muescas de mil moliendas fue sólo confirmar que iba por el buen camino. Cada sabor que crea Abigaíl sigue naciendo en un metate diferente. De hecho, el propio metate nace, hay que amansarlo, restallar piedra con piedra para educarlo y, si se rompe, es preciso también llorarlo. Y en cuanto a las recetas esenciales, las buscó en su madre, en su abuela, en su tía Zenaida. La historia avanza a fuego lento, cuando más lento mejor, y en Tlamanalli nada más decanta.
—Y entonces aprendí que había una palabra que era gastromonía —dirá ella después, en español, recordando las primeras entrevistas—. Lo llamaban también arte culinario.

Desde el comedor de Tlamanalli, de vez en cuando se oye tañer el picaporte de la puerta y, muy al fondo, en la cocina contigua, Abigaíl o alguna de sus hermanas se da la media vuelta. Hoy está casi vacío. Hay eco. Y así, poco iluminado, el comedor-cocina recuerda al refectorio de un convento antiguo. Luego, viéndolas trabajar junto a las mesas, uno tiene la sensación de haberse colado en una fonda o, más bien, metido en casa ajena. En varios días sucesivos, una pareja de holandeses, una familia asiática o algún matrimonio venido de otro México lejano ni siquiera se han visto entre sí. «Al menos, para quedar en ceros», dice hoy Abigaíl después de cobrar a la única mesa del día y sin dejar de sonreír. No le importa. Los números han salido ya unas semanas atrás, con la festividad de Día de Muertos, y hay mucho trabajo fuera. Se avecinan dos bodas familiares, con lo que eso significa. Y fuera del mercado y la cocina siempre tiene algún tapiz a medio hacer. Así que, se diría, hoy se siente bien por terminar temprano.
Abigaíl puede recibir en cualquier momento una reservación que anuncia cien personas. O bien le piden una clase magistral a la que asistirán veinte chefs estadounidenses, o si no, unas lecciones de teñido o una demostración para promocionar en el estado el consumo de conejo. Tal vez tendrá que salir al extranjero atendiendo alguna invitación. Le harán notas donde la llamarán chamana, druida, pero es también una revolucionaria porque optó por no cambiar. Su involución en la cocina resulta novedosa. No sofistica paladares: los regresa. El zapote negro o la cochinilla que tiñen sus tapetes, con otra técnica, en sus platos tiñen nicuatole o unos flanes de maíz.
Y todavía habrá quien ponga un pero. Los teotitlecos, dirá alguien, no entran a comer a Tlamanalli.
Ella sabe bien dónde están sus límites y al mismo tiempo no renuncia a lo que quede más allá. Sabe qué es lo bueno que puede aprovechar de la modernidad e intenta combinarlo desde sus convicciones. Curiosea con la libertad de quien sabe también quién es y qué, porque no tiene nada que adoptar, nada va a sacarla de su eje. El ejemplo más cercano es ese lavadero manual del patio de su casa. Ella opina que una lavadora gasta mucha agua y que eso no hace bien a la naturaleza. Luego de una pausa agranda su sonrisa y dice: «…además, siento que a mano lavo más rápido». Ese lavadero a mano se parece demasiado a un metate para ropa.
Quizás por esto Bertrán Vila dirá que la postura de Abigaíl tiene dos garantías.
Porque esa postura que adopta como indígena ante el mundo asegura que «ni está aferrada, ni va a dejar de ser indígena para que la escuchen». Ella tiene la impresión que uno de los valores de Abigaíl es exactamente ese: sabe cómo dialogar con ello. «Luego vienen [Alfredo] Harp y otros [mecenas] y la posicionan, la empoderan, pero ella tiene capacidad para poderlo hacer. Y hay quien dice que se ha prostituido porque ya no sólo dice lo que [ellos] quieren oír».
Cuando un comensal, pongamos que yo, pide una uno de sus platos estrella, sopa de flor de calabaza, Abigaíl le dice gentilmente que, si quiere, tiene veinte minutos para ver el pueblo —como dirá luego, la comida puede salir de prisa o salir bien—. Como alternativa, sirve un plato de aguacate fresco, unas tortillas azules, semillas de calabaza y una copa de mezcal, y uno deja el pueblo para luego. Esta vez, los clientes eran dos productores de la capital, avanzadilla del chef norteamericano Anthony Bourdain, que en pocos días grabaría su programa de televisión junto a Abigaíl. Ellos apreciaron el tiempo que ella se tomó en preparar su sopa: su máxima es «que nada hiera el paladar». «Todo es un balance —decía Álex Roa, uno de los productores—; abrir con mezcal, un mezcal no tan fuerte y muy casero, te ayuda a limpiar la boca. Y la tortilla con la mano hace que la experiencia sea completa: comes con todos los sentidos y, como mexicano, entiendes tradición e identidad».
Es cierto: no vi a ningún teotitleco comiendo en Tlamanalli. Tampoco vi a ninguno comprar tapetes ni tapices en los puestos de ninguno de sus vecinos. Quien logró conservar y valorar la propia tradición, ¿no tiene el tesoro en su propia casa?
El valor (o no) de las tradiciones
Un paseo por los alrededores complementa la visión del libro: que Abigaíl se lleva hoy muchos focos, pero la conciencia identitaria no puede ser sino algo colectivo. En vez de escudos oficiales, en Teotitlán abundan los de cada club de basquetbol pintados con esmero en los tableros de un buen número de canchas. En las afueras, hacia la montaña, queda un área protegida que se anuncia con un venado y un conejo dibujados igualmente con trazo de artista. Una vez allí, en una represa, confluye el agua serrana: el río trae el agua potable que todo el mundo bebe, y en vez de unicel flotando, cosa que se podría esperar, se ven patos salvajes.
Uno descubre la armonía y el orgullo en Teotitlán —en náhuatl, lugar de dioses— y le sorprende un poco un bienestar inesperado. Para medir el bienestar harían falta indicadores, pero, como nos pasa a las personas, tampoco es lo mismo que nos digan que tenemos buena cara o una pálida tremenda. Con su sonrisa perenne y redonda, creo que Abigaíl representa bien a Teotitlán, y sospecho que, igual que ella, el pueblo se siente bien siendo el que es.
Y por supuesto, en el centro del pueblo está el mercado. Sobre una de las puertas, una lona dice: «Deben controlar el uso y comercio de bolsas de plástico. No darlo y utilizar papel de estraza, hoja de totomosle —de maíz—, traer su canasto o bolsa propia». Allí, un enjambre de mujeres de baja estatura carga carretillas con los frutos de su huerto y otras, con su canasto de carrizo, comercian en zapoteco algunas hierbas o un puñado de tomates. Abigaíl compra sin intermediarios, a productores que riegan sus huertos con agua de manantial.
Pero lo más vendido, al menos los domingos, son ramos de alcatraces frescos. En el cementerio, las señoras barren y los ponen en las tumbas, que a veces consisten en un montoncito de tierra y una cruz. Al salir, espera el camión de la basura, nuevo pero también resplandeciente, bien cuidado. Al frente, en la «visera», se lee Kahate Guiill (recoger basura), y sobre el radiador, un banderín reza: «Puntualidad, 2º puesto».
—¿Es un premio por ser más rápidos? —pregunto a los subcampeones.
—Sí. Es un premio por recoger la basura mejor, por ser más eficientes.
Quizás ellos sean la excepción, los únicos teotitlecos a los que se les pida hacer las cosas rápido. Abigaíl, por ejemplo, fija el costo de sus platillos según el tiempo de elaboración. En un pueblo de artesanos, el tiempo es el que hace que las cosas salgan bien.

Al cabo del último día, acompaño a pie a Antonio Mendoza, el hermano abogado de Abigaíl, a lo alto del cerro sagrado que domina el pueblo, el Picacho. Las primeras luces del atardecer ayudan a repasar su traza colonial. Más allá de ella, el maíz cubre los campos de los Valles Centrales. Antonio identifica cada puñado de luces y dice que en esos pueblos vecinos, como Macuilxóchitl, antes también tejían. Pero Macuilxóchitl quedó junto a la carretera Panamericana, que pasa por allá, y ya no teje. Preservar, sobrevivir como se es, debe de empezar como una cuestión de suerte. Luego, no todos los pueblos comparten una visión, un compromiso, la dosis suficiente de amor propio.
En Teotitlán son casi 5,000 personas, incluidas 1,200 de ellas que residen en Estados Unidos pero que, para que se las considere como tales, están obligadas a mantener sus vínculos y responsabilidades con el pueblo. En Teotitlán siguen rigiéndose por usos y costumbres y, a tenor de lo que cuentan, aún se vive en paz. «Más que una comunidad», había dicho Antonio antes, «yo creo que somos una comunitariedad». Lamentan que la política moderna acarreó corrupción y el cambio facilitó la entrada de algunas drogas, pero el compromiso colectivo sigue en otros flancos. Una muestra es la defensa vecinal del bosque, que ahora se autoriza a talar por una aparente plaga. Otro ejemplo que se acerca un poco más al paladar: en el kinder local, los maestros impedían que se hablara zapoteco, pero hoy la escuela es por obligación bilingüe.
¿De qué sirve preservar?
La cultura es más fácil de compartir cuando entra por la boca. Bertán Vila asegura que el rescate gastronómico es un efecto mundial, que en todos los lugares es importante porque la alimentación siempre va ligada a ciertos eventos sociales, peso asume que en México la comida es una de las principales actividades de ocio. Tras dos décadas entre gente de México, Mikel Alonso, chef vasco en el multipremiado restaurante Biko, añade que la comida siempre está literalmente en boca de todos, presente en las conversaciones.
La comida de hoy en México también se configuró mediante desplazamientos de razón diversa. Algunos de ellos aportaron influencias que vinieron a sumarse a la ya de por sí heterogénea cocina prehispánica, sobre todo la española colonial, la de la ilustración francesa que encajó en las clases altas y la estadounidense con su estilo de vida actual, pero también la cocina árabe, asiática o caribeña. El investigador Jeffrey Pilcher cita una tesis que sitúa el nacimiento de una cocina nacional en los albores del siglo XX [José Luis Juárez, Nacionalismo Culinario, ENAH, 2004], y también otros estudios que retrasan ese nacimiento hasta los años 40 del siglo XX, con el fin del rechazo a las comidas populares y su asunción como parte de una identidad mestiza.
La batalla sobre si la «comida mexicana» es la tradicional, la llamada de autor, de fusión, o el apellido de turno, es mucho más reciente, y todo apunta a que el debate será enriquecedor y al mismo tiempo estéril. Al respecto Pilcher sostiene que:
«en el mejor sentido, la cocina nacional [es] una colección artificial de diferentes alimentos consumidos dentro de una frontera política dada».
Para evitar una mercantilización que vacíe la tradición, Bertrán Vila dice que esta debe ir asociada a procesos de producción de alimento local.
«Donde se han dejado de consumir un montón de cosas por la entrada de productos industriales, puede que [esos procesos] generen desarrollo regional, siempre que sean sustentables. Pero si no, dejan a esa población a merced de los intermediarios».
Ella observó que estos procesos están provocando un regreso de migrantes. El propio padre de Abigaíl, mientras braceaba en los Estados Unidos, ya entrevió su futuro en los telares de su pueblo.
Y aunque Abigaíl es toda ella gratitud, tiene una queja: quiere retirar algunas sopas para ofrecer otras diferentes, y sin embargo, sus clientes no le dejan. En las recetas del chocolate atol de cada pueblo, por ejemplo, existen diferencias, y a ella le pesa que pueda perderse esa riqueza que suele venir expresada en matices de la lengua zapoteca. En Dishdaa’w, sus recetas y el ecosistema en el que se gestaron llenan ciento treinta páginas que quisieran ser bastantes más.
Al buscar innovación, chefs mexicanos como Enrique Olvera, tal vez hoy el más reconocido fuera con su restaurante Pujol, siguieron con éxito el boom global detonado por el catalán Ferrán Adrià. Bertrán Vila reparte méritos y recuerda a Alejandro Ruiz, zapoteco también, que en su Casa Oaxaca está teniendo un «diálogo global con las técnicas de todo el mundo, transformando procesos de lo que estudia de la gastronomía global». Sin embargo, ella cree que «Abigaíl está teniendo un diálogo interior con México». Para Mikel Alonso, la gastronomía es una línea evolutiva y lógica plagada de influencias, pero en ella las hermanas Mendoza son «estacas necesarias», referentes permanentes, porque nada va a cambiarlas: no están conectadas con la gastronomía, esa palabra que a Abigaíl aprendió ya de mayor, sino con la naturaleza. Pablo San Román, chef y alma del también defeño D. O., cree que, a diferencia de la tradición, las modas siempre pasan. San Román vio en Abigaíl «la dignidad de México en persona». Y por supuesto, Edmundo Escamilla se alinea sin ambages con ella y con su escuela: «Yo no vi en las casas españolas la comida que cocina Adrià».
En un paralelismo con Teotitlán y la Ciudad de México, Pilcher recuerda que, hace un siglo, los campesinos y viticultores franceses ya se hicieron oír ante los gastrónomos parisinos por sus créditos en la conformación del menú nacional. Para él, la base de la nueva cocina mexicana siguen siendo los ingredientes y la creatividad indígena. El propio Olvera decidió prestar atención a la milpa, el sistema tradicional de cultivo prehispánico, y viró sensiblemente su estilo hacia el campo nacional.
Mientras el mundo gastronómico sigue girando, y a veces Abigaíl con él, ella siempre regresa a México, luego a Oaxaca y, finalmente, a Teotitlán y a su misma calle. De igual forma, sus trenzas se estiran una y otra vez, pero vuelven siempre para entrelazarse en forma de corona sobre la misma sonrisa perenne y redonda que, como su cocina, reconcilia. Siento que da en la tecla Bertrán Vila cuando dice que su gran habilidad es «dialogar entre los diferentes estratos de México». Abigaíl Mendoza «puede hacerlo al tú por tú con quienes hacen investigación gastronómica y sin dejar de ser indígena». Sin dejar de ser mujer indígena.
Texto inédito escrito en 2014 y revisado por el autor para esta publicación
Tras vivir a ratos en Utrecht, Buenos Aires y Barcelona, en 2007, la publicidad me llevó a México. Desde 2010, compagino el periodismo como freelance o autónomo con clases de redacción. En 2015 me mudé a Nueva Delhi, India, y tras un año allí, vivo de nuevo a caballo entre México y España.
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