Estoy dando acogida a un perro que vivió los primeros dos años de su vida suelto por el campo. Se alimentaba en parte de lo que cazaba y mendigaba, bebía agua de cubetas (baldes) amables y de charcos, cuando había. Nino, antes Pepino, no seguía ley salvo la de la naturaleza. Incluso ahora —casi un año después desde que comencé a entrenarlo y a cuidarlo— le salta el instinto, sobre todo el del miedo. Este perrito sintió mucho miedo. Cada vez pasa menos. Así como del miedo, tampoco ha «sabido» olvidarse de las hierbas que le hacen bien. Cada día, en nuestro paseo, lo veo masticar diversas plantas. A veces de este arbusto, a veces de aquel. Su mordisco desata ciertos olores, algunos conocidos, otros no tanto. Imagino que su instinto le dice qué hierba necesita su cuerpo ese día.
Mi vecina Odilia Rosas Guía también sabe pedir lo que requiere cuando se siente mal. El otro día amaneció con un dolor fuerte en su vientre bajo y pidió que calentaran un nopal en la brasa y se lo trajeran. Cuando lo tuvo en su mano se lo puso en donde sentía malestar. «Se llevó el dolor el nopal», me dice. Odilia aprendió sobre plantas de una señora que la tomó como su ahijada y le enseñó todo lo que sabe. Y lo que no sabe, como en el caso de Nino, se lo dicta su intuición. Ambos, Odi y Nino, crecieron libres en el campo, lejos de la ciudad, oliendo, tocando la tierra, matando borregos para comer.
Odi tiene una nieta, Monse, que acaba de cumplir los tres años. Odi dice que «tiene buena mano pa’ las plantas». Sus conocimientos podrán seguir pasando de generación en generación. Odi no escribe ni lee, pero cuenta historias y comparte remedios. Su nieta las escucha muy atenta. Y aprende. Yo hago lo propio. Es un privilegio ser su amiga y recibir de primera mano sus conocimientos. Odi me ha enseñado tantas cosas que suele estar presente en mis escritos. Mis vecinas crecieron en estas tierras. Como mi perro, conocen estos campos mejor que nadie y, con ellos, la medicina que aquí abunda. Son maestras. La gente de ciudad tenemos tanto que aprender de la gente, y animales, que han crecido siempre en contacto con la tierra.

Cuando los invasores españoles desembarcaron en el territorio que ahora conocemos como México vieron en el maíz un grano eficiente y poco demandante. Algunos pensaron que se habían hecho de oro. Algunas familias asturianas y gallegas que comenzaron a cultivarlo de regreso a la península ibérica obtuvieron fama y dinero. Se llevaron las mazorcas, pero no la técnica para hacerlas aprovechables para el consumo humano. Menos de cien años después, en el siglo XVII, hubo una «epidemia» de pelagra (escorbuto) en esa zona de España que se había volcado al monocultivo del maíz, por su eficacia no solo en producción sino también quitando el hambre, de animales y personas.
Tardaron pues los ladrones de semillas en entender que les había faltado «robar» también la técnica del nixtamal, para hacer al maíz más que digerible, aprovechable nutricionalmente y así sacar provecho de todas las propiedades que posee. Esas mismas que sirvieron en tiempos prehispánicos y siguen vigentes para alimentar además de a los pueblos que viven en México, a buena parte de Norteamérica y Centroamérica.
En la península ibérica la gente no moría de hambre, se moría por falta de nutrientes. Hay todavía recetas asturianas con maíz, como los tortos, que están teniendo un segundo aire, por el enfoque de la cocina actual en recuperar técnicas y platos que solo se han conservado en algunas casas y recetarios. El cocinero asturiano Pedro Martino —especializado en la conversación de dichos platos con las técnicas actuales— tiene rato intentando aprender a elaborar la nixtamalización. «Qué difícil es», me dice. Y sí.
Monse tiene tres años y ya sabe tortear (formar tortillas a mano a partir de la masa de maíz nixtamalizado). Su abuela le enseña con paciencia y cariño todos los domingos que hace las tortillas de la semana. El nixtamal y la elaboración de tortillas con la masa que deriva de él es algo que se aprende desde la tierna infancia en el campo mexicano. Si los protoespañoles que llegaron en carabelas hubieran sabido observar o escuchar, lo hubieran aprendido desde entonces. Al ignorarlo, condenaron a la hambruna a cientos de personas de su propio pueblo tanto en la España continental como en las Islas Canarias. De haber aprendido a nixtamalizar, el gofio habría alimentado y no solamente quitado el hambre.
El reconocimiento del nixtamal ha llegado casi seis siglos después, gracias a los cocineros estrellados que han hecho giras por México. Más de quinientos años después, la nixtamalización llegó a Asturias. ¡Por fin!
Pan pa’l susto
Entre los stickers que tengo en mis chats de whatsapp hay un bolillo. Un bolillo es un pan salado que se consume mucho en la Ciudad de México y que tiene su origen en el llonguet catalán. Se parece a la marraqueta chilena. Cada vez que tiembla en la capital mexicana, que es seguido, primero me aseguro de que mi familia y amistades estén bien; después, les mando el sticker del pan. El conocimiento popular dice que cuando se tiene un susto es importante comerse un trozo de pan, un bolillo, para que el «espanto» no se instale en tu sangre y, por ende, en tu organismo.
Explica Rosita Arvigo, maestra de herbolaria, que en la cultura popular del valle del Anáhuac «un espanto es una dolencia psicoespiritual en niños y adultos causada por un susto o trauma como pudiera ser una repentina mala noticia, un accidente, un ataque, cualquier peligro percibido o incluso un ruido fuerte que da miedo».
En México, las personas cercanas a la tierra creían y creen que el espanto tiene cura, siempre que no se haya vuelto crónico. «Cuando ya se le mete a uno a los huesos ya es bien difícil que se salga», me dice Odilia. En Plantas medicinales usadas en el norte de Guanajuato, el libro de Arvigo que cité arriba, vienen ocho plantas que sirven como antídoto para el espanto. La mayoría de los remedios son baños con infusiones de dichas flores o plantas, como la receta de un puñado de flores de cempasúchil, por ejemplo. El conocimiento y uso de estas hierbas en la sanación del espanto o susto viene desde tiempos prehispánicos. A pesar de que en algunas ciudades se han olvidado estas fórmulas y remedios, esos saberes se han guardado por generaciones gracias a personas como Odilia, su madrina y su nieta Monse.

Arvigo incluye también remedios para el espanto con plantas que no tienen su origen en México, como la albahaca, la bolsa de pastor, la hierbabuena o el manrubio, que provienen de Europa, África y Asia. Es decir que eventualmente mujeres, monjas, frailes o boticarios trajeron también saberes y hierbas de otras latitudes. Esas recetas contra el espanto han sido guardadas por generaciones en hogares, mercados y campos mexicanos. Gracias a ello, esta sabiduría fue compartida por las veintitrés personas expertas en herbolaria de la zona de San Miguel de Allende, Guanajuato, a quienes Arvigo entrevistó para escribir su libro. Rosita Arvigo nació en Chicago, tiene ochenta y tres años. Es una especie de Joan Baez de la herbolaria. Vivió muchos años en México, yendo de un lado para otro, intentando evadir el servicio militar estadounidense que habría obligado a su pareja a ir a la guerra de Vietnam.
Hace décadas, Arvigo vive en Belice, desde donde viaja por el mundo compartiendo sus saberes, que ha aprendido gracias a largos intercambios y conversaciones con personas indígenas y campesinas del centro de México y la selva maya de Belice. Gracias a Rosita, conocimientos como los de Odilia, mi vecina, se expanden y se recuperan más allá de los campos apartados en donde se han salvado del exterminio y el olvido. No faltan los médicos alópatas, también en México, que no han sabido escuchar y abrazar esta sabiduría y que insisten en que «nada de hierbas» para tratar dolencias que pueden curarse con lo que el campo da. La conversación de ambos mundos es primordial para evitar que esta sabiduría ancestral se pierda, y que además recupere su valor y se comparta. Todo desde el respeto por las personas y comunidades que han sido guardianas de estos saberes, no desde la apropiación o colonización, sino desde la cooperación.
El espanto gringo
El síndrome de estrés postraumático (PTSD, por sus siglas en inglés) se diagnosticó por primera vez en Estados Unidos tras los estudios psicológicos que se comenzaron a llevar a cabo con los veteranos de la guerra de Vietnam. Hace menos de cincuenta años la medicina moderna nombró al espanto tras la enorme cantidad de estadounidenses jóvenes trastornados por la guerra. Cuando murió mi esposo hace ocho años, me diagnosticaron con PTSD en España. Lo causan situaciones repentinas que nos cambian la vida, me explicaba mi terapeuta: un choque, una pérdida inesperada, un secuestro, perder movilidad de algún miembro del cuerpo. Mi psicóloga y sus maestros describían el PTSD como algo particular que no le sucedía a todas las personas sino solamente a aquellas que habían padecido una tragedia. Presenciar una guerra, por ejemplo. De hecho, la amiga que me recomendó a esta terapeuta estaba amenazada de muerte por ejercer el periodismo y el activismo político y no podía volver a su país.
Hace menos de cinco años, conocí las investigaciones y conclusiones del médico Gabor Maté. En ellas, se acerca aún más a la definición de evento traumático de la medicina tradicional del valle del Anáhuac: todas las personas hemos padecido un trauma. El trauma o espanto que genera ese PTSD puede ser algo tan común como un susto, un temblor, un conato de choque. Pero también el fallecimiento de un amigo, presenciar una pelea entre dos perros, un divorcio o separación, unos padres ausentes o haber sufrido acoso laboral, abuso sexual o matoneo escolar (bullying). Lo puede provocar también un jefe gritón o incluso una madre sobreprotectora.
Maté, nacido en Budapest en plena guerra y naturalizado canadiense, también ha estudiado de cerca los tratamientos que los pueblos originarios —de distintas partes del mundo, Europa incluida— dan al trauma con hongos psilocibios, hierbas y «en tribu». Le tomó a Occidente más de quinientos años recordar algo que sus ancestros ya habían nombrado, que además ya habían identificado desarrollando recetas para tratarlo. Y cuando llegaron al territorio que ahora llamamos América tampoco recordaron esa sabiduría y ningunearon la de los pueblos que los recibieron. Se olvidó el espanto y se nos fue a los huesos. Se volvió crónico.
En tribu
Habla Maté de una herida crónica que azota a nuestra sociedad. De una pandemia. Pandemia de espanto. De enfermedades mentales.
¿Qué pasa si se volvió crónico?, pregunto a Odilia Rosas. «Es casi imposible de sanar». ¿Pero se puede? «Sí se puede, pero hay mucho que purgar».
Pienso en Nino, el perrito con miedo profundo. Me explica mi vecina que todos los jueves a las 13 horas debo colocar a la persona enferma sobre una cama y ponerle cal encima de todo su cuerpo. Cada jueves, a las 13. No creo poder hacer eso con un perro. Arvigo recomienda diversos baños en hierbas y flores. Los baños de hierba o cal requieren que alguna otra persona nos ayude a tirar la infusión a jicarazos (baldados, cubetadas) o a poner la cal sobre nuestro cuerpo, obligándonos a comunicar nuestra dolencia a la tribu. ¿Cuántos baños necesitaría la humanidad para purgarse? ¿Y Nino?
No solo Europa está enferma y ciega. En los países colonizados también hemos ninguneado estos saberes.
En México lo hemos hecho por siglos de manera sistemática. En especial las últimas décadas. Lo olvidamos a punta de pistola, al principio, y por decisión propia, más recientemente. El sueño americano, la Coca Cola y los gobiernos de turno han aniquilado aquello que los españoles no pudieron exterminar.

Nuestros saberes —como en su momento lo estuvieron los conocimientos de los pueblos europeos sobre plantas para curar el espanto y otros males del cuerpo y el espíritu—, se encuentran más amenazados que nunca. Por eso debemos escribir sobre ellos. Conocerlos. Aprenderlos. Utilizarlos. Nombrarlos para no olvidarlos. Recordar lo que podríamos perder es imperativo para resguardarlo, salvaguardarlo. Preguntemos por esos conocimientos, como hizo y hace Arvigo. Compartámoslos, como hacen Arvigo y Rosas. Mantengámoslos con vida, como hace Odilia. Mantengámonos con vida.
Escribo este texto desde Jalpa, Guanajuato. Nino, el perrito en recuperación, y yo hemos venido a cuidar a Marcela y Peque, dos perritas muy amorosas, diez gallinas y una casa. Las perritas son tan pacíficas que solo cazan las sombras de las mariposas. Nino come hierbas por aquí y por allá, como siempre. Estos días ha aprendido que se puede jugar sin pelear, que se puede acompañar sin tener miedo, que se puede abrazar. Y besar. Nuevas recetas para este perrito que solo conoció los golpes en su adolescencia perruna. Ojalá los viajes y los intercambios siempre fueran tan buenos como este. Quizás más interacciones así puedan ser la solución al miedo, al trauma, al espanto, al PTSD. Escuchar a otras personas y ser escuchades. Compartir recetas.
Los quelites sanadores
Me gusta imaginar un mundo en el que los españoles llegan a lo que ahora llamamos América y preguntan, escuchan, asimilan, comparten, avanzan, juntes. No pasó. ¡Qué desgracia! Sin embargo, ahora tenemos la capacidad y la necesidad de compartir esas recetas o algunas nuevas que podamos crear. Las existentes no funcionan. ¿Hay otras maneras de comer, cocinar, comprar, existir, ser? ¿Cuáles son? Escuchemos lo que las personas del campo nos tienen que decir. Escuchemos lo que las ciudades nos tienen para compartir. También crecen los quelites (hierbas comestibles) en la ciudad, figurativa y literalmente. Aprendamos las recetas de nuestro entorno, urbano o rural. Observemos, exploremos, probemos hierbas, como los quelites. Reconozcamos su valor nutricional y para el boticario del pueblo mexicano.

Salvaguardemos ese patrimonio con proyectos tan potentes como los de @quelitedeciudad o @duplamolcajete. Hablemos con los quelites y hierbas comestibles del mundo, hablemos con más personas del Sur global, las siempre silenciadas, pisoteadas y ninguneadas; escuchémoslas. Que no nos pase otra vez como con el espanto o la pelagra. Decía Doris Lessing en su discurso ochentero publicado en el libro Las cárceles que elegimos: «hablen entre ustedes».
Recordemos lo ancestral, vayamos a buscarlo al vientre materno, a los bosques, a los campos, con personas como Odilia Rosas o las veintitrés curanderas (veintidós mujeres y un varón) de la zona que Rosita Arvigo entrevistó para la creación de su libro. Recuperemos lo que los españoles no supieron valorar y tampoco pudieron erradicar. Recordemos como sociedad aquella sabiduría que ya habíamos adquirido hace cientos de años. Estoy segura de que todas las civilizaciones antiguas tienen recetas para curar el trauma, incluso la europea. Preguntemos a nuestras abuelas. Vayamos a los pueblos. Paremos la oreja. Quizás estemos a un bolillo de sanar a nuestra sociedad.
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Ana Luisa Islas Bravo presentará su libro Mejor oler a mar: apuntes sobre la descolonización gastronómica (Ed. Col & Col) el jueves 28 de noviembre en la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México a las 13 horas. Además, estará con sus ensayos gastronómicos en la FIL Guadalajara este diciembre de 2024. Más información en las redes de la autora en Twitter @ana_islas e Instagram @namnambcn.
Es periodista, escritora y artista. Vive a caballo entre San Miguel de Allende y Barcelona. En su obra explora el acto del comer, desde la semilla, hasta la composta y de regreso; la descolonización y la migración; el duelo y el trauma; así como los modelos funcionales que puedan sacarnos del atolladero actual. Maestra de arte y escritura. Sus textos han sido traducidos al catalán, inglés, portugués y francés.



