Aquel 23 de diciembre de 2022 los mellizos, de apenas siete años, solo hablaban de los regalos y las grandes cenas navideñas que acostumbraban tener con toda la familia en Honduras. Habían pasado pocos meses de haber llegado por primera vez a la Ciudad de México y menos aún de haber dejado el albergue para migrantes cuando se mudaron a un apartamento en una colonia popular. Alma, la madre de los mellizos, temía que la Navidad de 2022 fuera recordada con tristeza. En la casa no tenían casi nada para comer y a su esposo lo asaltaron esa tarde en el transporte público y le quitaron el pago de la última quincena del año.
La travesía que había llevado a esta familia hasta tal situación inició en medio de una noche de octubre de 2022. Con 32 años, Alma había tenido que abandonar su casa, su pueblo y su país junto a su pareja y sus dos hijos, tras haber sido amenazados por criminales. La buena suerte que tuvo en México de encontrar empleo como camarera en un hotel de paso también se terminó pronto, pues decidió renunciar luego de ser testigo del asesinato de una trabajadora sexual.
Los mellizos no sabían nada de todo esto. Ellos simplemente estaban emocionados por la llegada de las fiestas. Mientras que Alma, lejos de Honduras, sin dinero y sin comida en la cocina, se encontraba desolada. Si bien estaba consciente de que ese año era excepcional y que estaban en un proceso migratorio, también la angustiaba el hecho de que el trámite se estaba tornando más largo, duro y complejo de lo que había esperado. Y, por supuesto, el plan no contemplaba una amarga Navidad.
Santuario, pero no el paraíso
México es una ruta de tránsito importante para miles de personas que desean migrar a los Estados Unidos. Pero conforme el cruce de la frontera norte se ha vuelto más caro, difícil y peligroso, muchas personas terminan «atrapadas» en México, donde quedan desprotegidas y son vulneradas ante la violencia ejercida por actores criminales y autoridades. El tema se complica, dado que en 2023 México registra el mayor número de personas que solicitan refugio en toda su historia, en algunos casos con la intención de quedarse de forma permanente en ese país, pero en muchos otros simplemente con la esperanza de trabajar y moverse con libertad por territorio mexicano mientras siguen su camino hacia los Estados Unidos.

Ante este panorama, en abril de 2017 la Ciudad de México se declaró como «Ciudad santuario» y en la primera constitución de la Ciudad —publicada en agosto de ese mismo año— se incluyó en su artículo 20 que todas las autoridades de la ciudad «deberán promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos de las personas migrantes». Eso, sumado a la peligrosidad en aumento de las rutas habituales que llevaban a los Estados Unidos y las restricciones fronterizas en ese país, han convertido a la Ciudad de México en una etapa de la ruta migratoria y en lugar de estancia para muchas personas migrantes.
Desde entonces, el gobierno de la capital mexicana se ha visto rebasado para que las leyes que prometen apoyo y derechos a la creciente población migrante sean operativas. Ante ello, diferentes organizaciones, principalmente religiosas, han abierto albergues o modificado algunos refugios, como Casa Tochan, que en la década de 1980 recibió a personas exiliadas de la guerra civil guatemalteca, incluyendo a la hoy premio Nobel de la Paz, Rigoberta Menchú.
Hasta hace algunos años, los albergues eran espacios dirigidos a una población mayoritariamente centroamericana, masculina, joven y con mucha movilidad que se detenía durante poco tiempo en la Ciudad de México en su viaje hacia Estados Unidos.
En 2023, sin embargo, la situación ha cambiado de manera drástica, tanto en términos de la composición demográfica de quienes migran, como en la duración de su estancia en México. Ahora es mayor el número de mujeres, niñas y niños que buscan «cruzar». Los periodos que pasan en México son más largos y se han diversificado los lugares de origen, que además de Centroamérica incluyen distintos países de Sudamérica, el Caribe, Asia y África. Este giro es multicausal: buena parte del cambio en la población migrante se deriva de la violencia en los lugares de origen, pero también hay otras razones, como el cambio climático y las crisis económicas y políticas en diferentes países, que han impulsado olas constantes de desplazamiento, en particular de mujeres, menores de edad y poblaciones tradicionalmente menos móviles.
Ante migraciones más masivas, precarias, vulnerables y heterogéneas, el papel de los albergues en México está cambiando. No solamente hay más personas que buscan refugio y apoyo en estas instituciones, sino que muchas necesitan quedarse por periodos prolongados, ya sea para poder tramitar papeles migratorios o para trabajar y ahorrar dinero antes de seguir el camino. Pensando en esta situación de miles y miles de personas «atascadas en movimiento», abordar la sobrevivencia cotidiana y bienestar de las poblaciones migrantes es de suma importancia, y en ello, la alimentación representa un elemento clave para entender la nueva cara del fenómeno migratorio.
¿Cómo se alimentan las poblaciones migrantes? ¿Cuál es la situación de seguridad alimentaria de estas personas? ¿Qué tipo de política atiende a su derecho humano a una alimentación adecuada y nutritiva?
El mayor reto es logístico
Hasta hace unos años, la pregunta por la seguridad alimentaria de las poblaciones migrantes no aparecía en la agenda pública. De hecho, ni siquiera había medición del acceso a la alimentación de quienes migran, mucho menos políticas públicas dirigidas especialmente a atender sus carencias. Sin embargo, en años recientes grupos de investigadores han empezado a llamar la atención sobre este problema, señalando las vulnerabilidades de dichos grupos al no tener acceso a alimentación adecuada y las graves consecuencias para la salud.
En un estudio de 2020 se consignó que hasta 74% de las personas encuestadas en casas de migrantes en la frontera norte de México sufrieron inseguridad alimentaria: no pudieron comer nada o solo lo hicieron una vez en 24 horas. Otros estudios sugieren que la falta de acceso a alimentos adecuados es un gran problema incluso para las poblaciones migrantes que no están estrictamente «en movimiento» sino parando en México por temporadas más largas. Queda claro, entonces, que existe una gran necesidad de atención al derecho a la alimentación de las personas migrantes, pero ¿quién la atiende?

Las respuestas son los albergues, casas y comedores para migrantes. Estos lugares ayudan desde a las personas que se bajan de La Bestia en un trecho peligroso y pernoctan una sola noche, hasta a quienes se quedan unos días recuperando sus fuerzas después de caminar por el monte o el desierto. Incluso apoyan a las familias que se albergan durante semanas o meses esperando a que sus papeles sean tramitados o intentando juntar dinero para pagar el cruce a los Estados Unidos.
Aunque, en teoría, la mayoría de los albergues en México están diseñados para ser lugares de paso, donde las estancias se limitan entre una y tres noches, la realidad ha obligado a varios lugares a abrir sus puertas por más tiempo. Por ejemplo, en Casa Tochan —que tradicionalmente atiende a migrantes masculinos—, para 2023 ya aceptaban mujeres y familias con menores que no encontraban ningún otro lugar para quedarse. Los albergues también atienden a casos como la familia de Alma, que son personas que se han mudado a otros espacios habitacionales, pero que siguen dependiendo de este tipo de instituciones porque son el único lugar donde pueden buscar ayuda o atención de emergencia.
En un taller organizado en 2022 por el grupo mexicano de investigación sobre Migración y Alimentación, MiFood, se convocó a representantes de cinco albergues en la Zona Metropolitana del Valle de México para hablar sobre los retos que enfrentan en materia de alimentación. Las personas participantes manifestaron que asegurar una comida adecuada y de forma constante es uno de los grandes retos que enfrentan en su día a día, porque los albergues simplemente no cuentan con financiamientos, infraestructuras y capacidades suficientes para servir a las poblaciones que llegan.

Muchos albergues dependen de múltiples fuentes de financiamiento, que van desde aportes monetarios o materiales de donantes particulares o algún presupuesto gubernamental hasta becas de fundaciones nacionales e internacionales. Esto significa que es muy difícil hacer planeación económica y tener presupuestos fijos para cubrir gastos básicos. Sostener un espacio donde se provea un lugar limpio y digno para el descanso y la alimentación implica tener cobijas, colchones, detergente para lavar ropa, refrigeradores, platos, vasos, cubiertos, agua filtrada, vajilla entre muchos elementos esenciales. De todos estos elementos, sin embargo, la comida es la más urgente pero también la más complicada de gestionar.
La dificultad de proveer alimentos tiene que ver, en parte, con los retos logísticos. Algunos donantes, por ejemplo, los comerciantes en la Central de Abasto, pueden estar dispuestos a entregar alimentos —que por lo regular están a punto de vencer—, pero se requiere tener a disposición un vehículo y personal para ir a buscar estas cosas. También existe el problema de cómo almacenar productos perecederos sin que se echen a perder o que atraigan plagas.
A diferencia de otros insumos, como los de limpieza, la ropa, etc., que se pueden guardar por tiempo indefinido, la mayoría de los alimentos tiene fecha de vencimiento y requieren lugares higiénicos y adecuados para guardarlos.
A estos problemas logísticos se suman los retos de infraestructura. En las cocinas se necesitan suficientes hornallas y ollas del tamaño adecuado para preparar comida en grandes cantidades. Se requiere un espacio de comedor y lugares para lavar y secar los platos. También están los retos en términos de recursos humanos en la preparación de alimentos, consumo y limpieza.
Muchos albergues no tienen presupuesto para pagarle a personas que se ocupen de las tareas que tienen que ver con el manejo y servicio de alimentación, por lo que dependen de voluntarios o residentes de los mismos albergues. Por ejemplo, durante una visita realizada a Tochan el 25 de agosto de 2023 pudimos observar el pase de estafeta en la cocina entre Orlando, un venezolano de 54 años que trabajó en varios restaurantes como jefe de cocina, y Alexandra, de 29 años, quien ha trabajado en algunas fondas como asistente y que tan solo cuatro días antes había llegado deshidratada y con anemia. Para ella, cumplir con el trabajo asignado representaba un compromiso y, aunque le daba miedo que le fallaran las raciones, sentía la responsabilidad de devolver algo de lo que estaba recibiendo.
Si bien el ejemplo de Orlando y Alexandra es el caso ideal donde se aprovechan las habilidades de la población que asiste a los albergues, no es la regla, ni la tienen fácil a la hora de preparar o servir alimentos. Según lo que pudimos observar, los retos en términos de coordinación, por ejemplo, la asignación de personas que cocinen, o justamente la falta de personas que puedan ayudar a repartir el desayuno o la comida, son complejos. A esto se le suma el manejo de inventario, pues también ocurre que, cuando se acaban cosas básicas, como el café, el desabasto puede causar un malestar generalizado entre residentes.
La necesidad no erradica el gusto
La heterogeneidad de las nuevas olas migrantes en México también trae sus propios desafíos. Recordemos que los gustos son algo subjetivo–individual pero también cultural. Lo que se considera una delicia en un contexto es incomible en otro. En algunos contextos el arroz es una guarnición, mientras que en otros es la base de toda la comida. En algunas culturas la carne de res o cerdo es una parte central de una alimentación digna, mientras que en otras su consumo no es aceptable.
En los albergues en donde conviven poblaciones heterogéneas, es un reto enorme servir platos que, además de satisfacer las necesidades nutricionales y energéticas de los comensales, también les deje satisfechos en un sentido más completo.
Algunas cosas que son fundamentales para la alimentación mexicana, como las tortillas de maíz, los frijoles o los nopales, pueden parecer no-comida para personas que vienen de otros lugares.

El caso famoso de «Lady Frijoles», una migrante hondureña quien en 2018 reclamó que eran «comida de cerdos» los frijoles y tortillas de maíz que recibía en un albergue de Tijuana, en la frontera norte, ilustra bien este dilema. La polémica que se generó mediáticamente con este caso —donde se mostró que rechazar la caridad está prohibido para algunas personas— también confirmó algo que se nos olvida con frecuencia: al igual que para el resto de las personas, para quienes migran la comida está vinculada a una sensación de dignidad e identidad.
Entregar comida de mala calidad, escasa cantidad, en condiciones feas puede ser un mecanismo para humillar, controlar y deshumanizar a las poblaciones migrantes. Porque la necesidad no erradica el gusto.
Para los albergues, donde conviven personas procedentes de lugares diversos con preferencias diversas, es un desafío constante encontrar la manera de proveer alimentos dignos con pocos recursos. Por ejemplo, en la Casa del Migrante Scalabrini nos explicaban que, para ciertas poblaciones, las hojas verdes —como berros, espinacas, acelgas y todas aquellas que entran en la categoría de quelites, tan habituales en la cocina mexicana— son vistas como «comida de monte», algo que en sus países se acostumbra dar como pastura o sencillamente no se come.
Refugios y oasis
Para Alma, como para tantas personas migrantes que cruzan y se detienen en el territorio mexicano, los albergues son un oasis, son lugares que les ayudan en un paisaje generalmente hostil. Para muchas de estas personas, los albergues, comedores y casas migrantes son el único mecanismo para obtener una comida caliente, digna y nutritiva. Pero el trabajo alimentario de estas instituciones nunca para.
Porque allí la misión de todos los días, varias veces por día, es alimentar a poblaciones móviles.
En algunos casos la función de los albergues llega más allá de sus muros. Y eso es, justamente, lo que le permitió a Alma y su familia rescatar la cena navideña. Aquel 23 de diciembre de 2022, ella llamó a Cafemin, el albergue donde se habían quedado cuando llegaron a la ciudad. Una monja, trabajadora del albergue, le dijo que le podrían regalar comida: unas bolsas de arroz, frijoles, algunas verduras y naranjas. Le dijo también que otra organización llamada Sin Fronteras estaba regalando pavos a algunas familias.
Emocionada, Alma fue a las dos organizaciones y regresó a su casa con bolsas llenas de comida, además de algunos regalitos que le dieron para sus hijos. Cuando comenzó a cocinar, el aroma de sus preparaciones era tan atractivo que los vecinos pasaron para elogiarle los guisos y terminaron compartiendo y haciendo una cena navideña entre varias personas de la vecindad. «El albergue —repitió Alma varias veces durante la entrevista— nos salvó».
Es doctora en antropología por New York University y profesora-investigadora de Estudios Urbanos en el Colegio de México. Su investigación se centra en la relación entre la producción y gestión del
espacio y los sistemas alimentarios urbanos. Escribe sobre mercados públicos, comercio callejero, consumo de alimentos, seguridad alimentaria de poblaciones móviles y otros temas. Es fanática de las palomitas y de las flautas ahogadas.
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