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PERIODISMO Y ANÁLISIS CRÍTICO SOBRE ALIMENTACIÓN

Este campo nos alimentaba, ahora aquí nos buscan

Lo que comemos cuenta nuestra historia, cuenta también la historia de nuestro territorio. Y este territorio ha cambiado en el tiempo. Este campo los alimentaba, ahora aquí los buscan.

I. Donde nacían las flores

A Adán le encantaban las quesadillas de flor de calabaza. Comerlas iba más allá del deleite del sabor delicado, casi imperceptible, de la flor, combinado con esa amargura del epazote y lo crujiente de la masa dorada al comal. El sabor era sólo una parte del festín.

La otra parte era despertar todos los sábados y subir con su mamá y sus hermanas al cerro que se elevaba más allá de su casa, un cerro que ellos bautizaron como «La colina». Subir, trepar a los árboles, escuchar a los pájaros y recolectar flores de calabaza que crecían silvestres en el camino. Flores que luego rellenarían las tortillas que María Elena había torteado.

«Cuando llegamos a la colonia donde actualmente vivimos, estaba despoblado. Los sábados eran divertidos porque salíamos al campo a buscar flores silvestres y de repente descubrimos las flores de calabaza. Por su color parecían una copa que te invitaba a comérsela. ¿Qué tal si comemos quesadillas de flores de calabaza?, les dije un día que vimos las flores, cada flor es una quesadilla que nos vamos a comer. Y fuimos y cada quien cortó sus flores y luego fuimos por la masa al molino. Cómo nos divertíamos haciendo ese platillo, me recuerda la unión de mí y mis hijos».

Comer como actividad humana no sólo es el acto de ingerir algo que nos nutre o que nos sacia o que nos gusta. Comer implica un encuentro, comer nos conforma, nos sirve para expresar nuestros afectos, incluso puede ser un encuentro con una misma y con personas que no están físicamente con nosotras. Por ejemplo, una familia que espera el fin de semana para juntarse, subir al cerro y recolectar flora silvestre.

Tantas cosas han cambiado desde entonces.

Por ejemplo, que la zona a donde María Elena y su hijo Adán iban a recoger alimento se ha urbanizado y ya no hay baldíos que reverdezcan con las primeras lluvias y revienten en flores de calabaza. Los últimos años había que ir a comprarlas al mercado.

Por ejemplo, que Adán ya no está para comer ese plato de quesadillas con su madre porque fue desaparecido y después encontraron su cuerpo en un predio de casas abandonadas a las afueras de Acámbaro, donde antes hubo un campo, donde antes crecían flores.

Tantas cosas han cambiado.

II. Aquí había un campo

Durante la época de la Colonia, estas tierras que ahora llamamos Guanajuato eran el granero de México. Un amplio y soleado valle en el límite norte de Mesoamérica habitado por nómadas (comúnmente conocidos como chichimecas, pero que incluían también a las naciones pames, guamares, zacatecos y guachihiles) que lo recorrían al ritmo de las estaciones.

Los extranjeros armados que llegaron a nuestras tierras vieron un enorme potencial para producir alimento en esos extensos valles bañados por ríos y lluvias de temporal, ríos que ahora llamamos Guanajuato, Silao, Lerma. Para convertir este territorio prometedor en el granero que alimentaría a su ejército colonizador y a los explotadores de las minas de oro y plata de Guanajuato y Zacatecas, los extranjeros trajeron a indígenas otomíes y tarascos de sus territorios originales, junto con esclavos de población afrodescendiente, y los pusieron a trabajar la tierra. De aquí salió el maíz, el trigo y el frijol que hacían crecer los cuerpos que explotaban la tierra; de aquí salió el sorgo que alimentó a los cerdos y reses que proveerían de proteína a los colonizadores; de aquí la alfalfa que nutrió a los caballos que jalaban los carros cargados de mineral.

«La colonización sienta las bases de las migraciones posteriores», advirtió la historiadora estadounidense Aviva Chomsky, 500 años después, en sus libros Indocumentados. Cómo la inmigración se volvió ilegal y Nos quitan nuestros trabajos y 20 mitos más sobre la inmigración. Si bien ella habla de Estados Unidos y su discurso anti-inmigrante, se puede extrapolar el vínculo que hace entre el despojo de un territorio y de su población.

Durante la primera mitad del siglo XX, Guanajuato comenzó a vivir una serie de cambios en su tradición económica de agricultura. El reparto agrario que encendía los ánimos en otros lugares del país, en Guanajuato se enfrentaba a agroempresarios que defendían la propiedad privada. Por esas fechas, un par de sequías que se extendieron durante dos décadas afectaron a los pequeños productores que dependían de la agricultura de temporal y no contaban con apoyos gubernamentales. Por esas mismas épocas, en 1942, los gobiernos mexicano y norteamericano impulsaron el Programa Brasero, a través del cual cientos de miles de trabajadores mexicanos —principalmente de Guanajuato, Jalisco y Michoacán— cruzaron la frontera norte para compensar la escasez de mano de obra en Estados Unidos. Campesinos guanajuatenses dejaron sus agotadas parcelas y fueron a cosechar los sembradíos californianos o participaron en la construcción de grandes infraestructuras de la pujante nación, como el ferrocarril de Chicago, según el «Reporte sobre el número de migrantes que participaron en el Programa Bracero», elaborado por el gobierno estatal en el año 2005. A partir de entonces, y ante el abandono del campo mexicano, los índices de migración con y sin documentos desde Guanajuato se dispararon y los campos se vaciaron de pequeños productores.

Esos campos vacíos fueron comprados por agroempresarios o fueron destinados a la industria maquiladora que se abrió paso en las décadas de los 80 y 90, cuando México firmó tratados comerciales internacionales, entre ellos el Tratado de Libre Comercio.

En el capítulo «El atraco», del libro México Rebelde, el periodista John Gibler narra su recorrido por el estado de Guanajuato y las conversaciones que tuvo con personas que sobrevivieron en el campo en medio de ese proceso migratorio. Gibler nos presenta una fotografía de esa paradoja que es tener un campo abandonado por la falta de apoyos para la siembra familiar y, al mismo tiempo, el fortalecimiento de la agroindustria que cuenta con todo el apoyo gubernamental para la siembra de frutos rojos, lechugas hidropónicas, brócoli, apio, jitomates, espárragos de exportación:

«Los únicos que todavía tienen cosechas son los ricos, quienes poseen parcelas grandes y sistemas de riego. Para la gente pobre no queda nada (…) Antes la gente tenía ganado. ¿Y ahora? ¿Qué ganado? No hay dónde pastar. Casi todo el campo está abandonado, no hay siembra, pero a la vez todo lo han comprado los ricos», le dice Jorge, un habitante del poblado Guadalupe, a Gibler.

El impacto social de esa transición económica fue brutal: las nuevas dinámicas desarraigaron a los pequeños agricultores, que buscaron suerte en el otro lado de la frontera o en las nacientes industrias maquiladoras, ávidas de mano de obra barata, obligándoles a dejar sus hogares o haciéndoles dependientes de la maquila para sobrevivir. Todo esto fue perceptible en el paisaje: los campos verdes o dorados, según la temporada de alfalfa, maíz, sorgo o trigo, dieron paso a un gris homogéneo de las naves industriales y armadoras de autos. La cúspide de esta transición llegó en el año 2006, cuando los gobiernos estatal y federal impulsaron la fundación del Puerto Interior, que ha convertido al estado en una megaciudad industrial y de tránsito de mercancías de exportación.

Como consecuencia, las pequeñas rancherías y poblados de Guanajuato fueron creciendo como corredores y patios traseros de esas armadoras. El paisaje se volvió un desolado híbrido entre lo agroindustrial y lo industrial.

La tierra se agrietó y en donde antes salían frutos y hortalizas comenzaron a cosecharse también cuerpos de personas desaparecidas.

III. La industria se coló a las cocinas

En este contexto de industrialización de la vida, las cocinas de las familias guanajuatenses también cambiaron.

Hasta mediados del siglo pasado, escribe Sandra Aguilar Rodríguez en su trabajo La mesa está servida: comida y vida cotidiana en el México de mediados del siglo XX, en las casas de Guanajuato se servían tortillas, frijoles, chile, pan de trigo —traído de Europa durante la Conquista—, guisados de verduras y hortalizas recolectadas en sus propias parcelas. Platos sencillos, como nopalitos con papa de campo, o más complejos, como el mole o la barbacoa, pero nacidos también de ese territorio.

Gran parte de las protagonistas de este recetario aprendieron a cocinar con alimentos que obtenían por temporadas de sus pequeñas parcelas, como la calabaza, el jitomate, el maíz, el chile, el frijol, la cebolla; o de intercambios con otros vecinos cuando había abundancia, como la carne. Ellas aprendieron desde niñas para ayudar a sus madres, mientras se hacían cargo de otras partes del trabajo doméstico o salían a trabajar en empleos informales.

Como Irene Guerra Luna, quien antes que a leer aprendió a cocinar de su abuela materna.

«Ella me enseñaba a cocinar de todo y me decía enséñate, porque un día no voy a estar y ¿qué vas a hacer? Siempre ella decía enséñate a cocinar bien, todo debe llevar hierbas de olor frescas, el ajo no debe faltar, la cebolla no debe faltar, siempre decía ella. Y por eso yo me enseñé a cocinar tanto mole, barbacoa, carnitas, todo. El arroz ella me lo enseñó para que no se batiera y ya me decía ella cuánto llevaba. Empecé a cocinar desde los 7 u 8 años, a los 9 ya sabía hacer tamales. Esa vez hice mis tamales porque una chiquilla tiene ganas. Mi abuela se había ido al cerro y dejó la masa preparada y todo preparado y cuando llegué de la escuela yo los hice y cuando ella llegó ya yo los había hecho. Quedaron bien sabrosos».

O como María Janette Ramírez González, quien también aprendió a cocinar de su abuela:

«Mi mamá trabajaba y mi abuelita fue la que nos enseñó a cocinar a mí y a mi hermana. Tenía como 12 años cuando aprendí a hacer chile negro y sopa…».

O como Juana Guerrero:

«Aquí aprendí en mi casa con mi mamá, ya veía yo cómo lo preparaba ella y así lo hacía ella. En su casa es donde uno aprende porque desde chica se fija en su mamá, en cómo lo prepara, cómo lo hace. Sí, pues con ella me enseñé, con ella aprendí a hacer mi comida. Cuando era chica, desde chica a veces le ayudaba a mi mamá con mis hermanos y hermanas porque yo soy la mayor y mi mamá me ponía a hacer cualquier cosa porque era mucho quehacer para ella sola y ahí vamos aprendiendo».

O como Dolores López:

«Desde chiquita yo miraba a mi mamá cómo cocinaba y cómo hacía cualquier comida, yo me ponía a verla cómo hacía sus guisaditos y sus tortillas. Cuando ponía su maíz yo decía: pero ¿cómo va a hacer tortillas de ese maíz cocido? y ya veía cómo lo molía y lo hacía masa y torteaba sus tortillas y las deslizaba en el comal. Y yo decía: aunque eche a perder las cosas, pero me tengo que enseñar, y así fue como me fui enseñando a hacer la comida. Eché a perder varias cosas porque no le tanteaba, pero me empeñé en aprender porque yo pensaba: un día va a ser un bien para mí, un día también voy a necesitar».

Las mujeres niñas aprendieron a cocinar como una extensión del cuerpo de sus madres, para atender a los hermanos o al papá, así como para completar el trabajo que exigía sostener el campo y la casa.

A partir de la segunda mitad del siglo XX, los alimentos en las cocinas guanajuatenses cambiaron, escribe Sandra Aguilar Rodríguez. Las mujeres entrevistadas para este recetario nos contaron que durante su infancia las verduras y hortalizas de temporada eran el alimento más común por el acceso a la producción local. Los alimentos se preparaban casi en su totalidad en casa: el caldo rojo de las sopas, las tortillas, los frijoles, la nata, el café de olla, la manteca de cerdo. Conforme ellas crecieron, muchos de estos alimentos se fueron dejando de lado para ser cambiados por tortillas de tortillería o de harina de trigo procesada, chiles enlatados, aceite vegetal, quesos empaquetados y pan o condimentos de pollo o jitomate industrializados.

«Cuando era niña, los nopalitos los sacábamos de nuestra milpa. Por estas fechas, estos aires de febrero y marzo son los aires que sacan los nopalitos, ahora ya los compramos. O antes hacíamos el caldo con los jitomates o la cebolla, ahora es más rápido y barato con el consomate. Mi mamá me hacía atolito de miel de maguey; ahora ya no hay, ya tomamos leche de bote», dice Reyna Lunas.

Rodrigo Ibarra es un habitante de Acámbaro que le dijo a John Gibler durante una entrevista:

«Aquí ya no hay maíz, ahora todo es Maseca. Acámbaro es conocido en todo el país por su pan, y aquí producimos mucho trigo, pero no hay ni un grano de trigo de Acámbaro en el pan de Acámbaro. Y es más, ya más gente come pan Bimbo que el de aquí, de Acámbaro».

No fue azaroso que esto sucediera. Alejandro Martínez, académico de El Colegio de México dedicado a los estudios de población, marca dos momentos que facilitaron este cambio en la dieta: primero, durante la Colonia el consumo de maíz y hortalizas (dieta básica de los pueblos originarios) fue considerado insuficiente y causante del poco desarrollo civilizatorio, despreciando así el grano de maíz y enalteciendo el de trigo y las proteínas animales.

Segundo, a partir de la segunda mitad del siglo XX se abandonó el campo mexicano para impulsar la modernización industrial como apuesta económica. Esto generó la migración del campo a la ciudad y con ello la falta de acceso a alimentos por el cese de producción local-familiar, el abaratamiento y disponibilidad de alimentos procesados, impulsado también por un discurso médico y científico que hablaba de la higiene de la producción en serie, contra el riesgo de consumir alimentos sucios en casa. A esto se suma, tal como lo dijeron las mujeres durante las entrevistas, la reducción del tiempo disponible para preparar alimentos por su ingreso a la población económicamente activa. Es decir, si antes tenían tiempo en casa para preparar los alimentos, ahora debían correr a la maquila, al pequeño comercio donde son empleadas o al trabajo doméstico pagado.

Cambió el exterior y cambió el interior. Las cocinas ocupadas por mujeres se transformaron en cocinas semivacías en donde escasean alimentos frescos disponibles, tiempo para cocinar y tiempo para sentarse a la mesa a saborear el platillo. Ya ni hablar de tiempo para la sobremesa y para platicar de cómo estuvo el día.

Dice Engracia Araiza, una mujer que vive en una ranchería de San Luis de la Paz:

«Antes cocinar era más, cómo le diré, más un trabajo bonito, había tiempo, había espacio, había manos que ayudaban en el trabajo, había alimento, el maíz bonito, bonito, la calabaza, la flor de calabaza que salía así nomás. Ahora ya cuesta más que la tierra nos dé de comer, ya nos toca buscarla en otros lugares porque la tierra no».

La diversidad regional de insumos alimenticios y estilos de cocinar, escribe Martínez, se enfrentó a un proceso de homogeneización y de mayor diferenciación entre los estratos sociales: acceder a dietas saludables y variadas se hizo cada vez más difícil en términos económicos y físicos.

Dice Remedios Cervantes:

«Yo aprendí a cocinar de mi mamá, a veces la necesidad nos enseña muchas cosas que no sabemos para ahorrar en el gasto, para buscar comidita que no sea cara y que rinda para los chiquillos. Mi mamá hacía comida de donde tú veías que no había nada y así aprendí yo, y así sale la comida. Porque ya todo está muy caro y hay que irnos adaptando a la economía».

IV. Donde quiera que estés, que tengas alimento

Aquí, alrededor del fogón de leña o de la estufa de gas, en estas casas construidas con las remesas a lo largo de generaciones o en estas habitaciones que se pagan con los créditos del Infonavit que da la maquila, está la herencia de muchas mujeres y también su historia. En la forma en que aprendemos a cocinar y de quién aprendemos a cocinar se filtra el afuera. En los platillos que elegimos están las historias familiares y la rutina cotidiana.

Dice Ángela Juárez:

«El platillo favorito de mi esposo Valentín es el pollo frito con papas. Él fue quien me lo enseñó porque aprendió a comerlo cuando andaba allá en Estados Unidos, que se fue a trabajar y le gustaba mucho, y cuando regresó me decía que le cocinara su pollito frito con papas… Esta es la primera vez que lo preparo en los 11 años que él lleva desaparecido».

Dice Marcelina Guerrero:

«A mi hermano José Antonio Guerrero le gustaba la barbacoa, él la hacía, la cocinaba, porque le gustaba convivir, nos juntaba a la familia y nos agasajaba. Ahora que él ya no está la barbacoa la prepara mi esposo, que aprendió a cocinarla de él».

Dice Estela Trejo:

«El platillo que escogí para mi hermano Raúl son los huevos con jamón, a él le gustaban mucho, siempre me decía: prepárame unos huevitos, algo así rápido. Siempre me pedía los huevos con jamón porque eran rápidos de preparar y a él casi no le gustaba socializar, él era de comer y volver a su cuarto o se iba a la iglesia. Andaba un poco triste, no le gustaba mucho convivir, por eso le gustaba algo rápido de comer».

Dice Carmen Alarcón:

«Mi hijo amaba la carne asada, para todo era la carne asada. En la carpeta de investigación de su desaparición está escrito que Alberto tiene cicatrices de quemaduras en los brazos, se quemó una vez que hizo una carne asada».

Dice Elvira Martínez:

«Yo elegí el salpicón para mi nieto. Una amiga de la empaquetadora donde trabajaba me lo enseñó, me decía que era rápido y fácil de hacer, y pues yo siempre trabajé en mi vida y tenía que preparar cosas prácticas y rápidas para comer porque me faltaba el tiempo».

Cecilia Aguirre Banda cocina para recordar.

Dice Soledad:

«A mi hermano Manuel le gustaba mucho el mole verde, le agarró el gusto cuando mi mamá lo hacía y luego le gustaba que yo se lo hiciera porque le recordaba a mi mamá. Cocinar hoy esta receta para él fue alegre, sentir que iba a venir a visitarme, traerle su comida. Siento que él viene a visitarme cuando cocino, hoy sentí esa alegría. Me llegó una paz de imaginarlo a él viniendo a visitarme y a comerse su mole verde».

Dice María Elena Rodríguez:

«Adán, hoy vamos a comer quesadillas, tus favoritas, las de flor de calabaza, aunque no pudimos ir al cerro por ellas. Me levanté temprano, fui a comprarlas, las guisé a la mexicana como te gusta, con el sabor que le da el epazote. Te amo, en las quesadillas, en el mole, te amo y tú lo sabes».

Dice Rosa Elia Alvarado:

«Desde la noche estuve haciendo el caldo en mi cabeza, piqué la verdura, los camarones, casi no dormí. No pude dormir de estar pensando y recordando: esta es tu comida favorita, Alfredo. Ojalá donde quiera que estés, hijo, tengas alimento y si no es así, que tengas bendiciones».

El Recetario para la memoria nos presenta a los hijos, hijas, nietos, esposos, esposas, madres, padres, hermanos y hermanas, amigas que faltan, a través de lo que les gustaba comer o cocinar para compartir. Lo que comemos cuenta nuestra historia, cuenta también la historia de nuestro territorio. Y este territorio ha cambiado en el tiempo.

Este campo los alimentaba, ahora aquí los buscan.


Fuentes:

  • Reporte del gobierno del Estado de Guanajuato sobre el Programa Bracero, 2005. Consultado el 29 de mayo de 2022 https://seieg.iplaneg.net/indicadores/plugins/mig/Reporte%20Braceros%20Gto.pdf.
  • Aguilar Rodríguez, Sandra. “La mesa está servida: comida y vida cotidiana en el México de mediados del siglo XX”. Revista de Historia Iberoamericana. 2009.
  • Gibler, John. México rebelde. Crónicas de poder e insurrección. Debate. 2011.
  • Miranda Félix, Luz Antonia. Pueblo me llamo. Archivo Histórico Municipal de Irapuato. 2020.
  • Meave del Castillo, Susana Leticia. El paisaje agrícola en el Valle de Irapuato: Época prehispánica y virreinal [tesis de Maestría]. El Colegio de Michoacán. 2013.
  • Entrevistas a familias de personas desaparecidas en Guanajuato realizadas entre febrero y mayo de 2022.
Retrato Daniela Rea

Daniela Rea

Periodista, documentalista y escritora mexicana. Autora del libro Fruto, coautora del libro La Tropa. Por qué mata un soldado y del Recetario para la Memoria, entre otros.

Periodista, documentalista y escritora mexicana. Autora del libro Fruto, coautora del libro La Tropa. Por qué mata un soldado y del Recetario para la Memoria, entre otros.