Rosa Elba Hernández Cruz vive en un terreno que antes estaba lleno de palmeras de coco.1 Sin embargo la falta de los apoyos necesarios ha impedido que tenga tantos cocoteros como podría tener, según le cuenta a su nieta Diana Pinacho. Hernández es una mujer afromestiza de Monte Alto, una de las principales zonas de cultivo de coco de San Marcos, en la región conocida como la Costa Chica, en el estado mexicano de Guerrero. Pero en las últimas décadas, la demanda del trabajo de las aceiteras tradicionales de la zona ha ido disminuyendo ante la competencia de los productos de coco que venden las industrias locales de aceites.
Antes, las aceiteras solían vender su aceite de coco en botellas de refresco usadas en localidades turísticas cercanas, como Acapulco y Barra Vieja. Pero ahora los turistas quieren el aceite de coco en «frascos de lujo», lamenta Diana Pinacho, a quien además le indigna que «aceiteras» se haya convertido en una palabra despectiva, pues margina aún más el trabajo de las mujeres que elaboran aceite de coco en Monte Alto. Ellas y sus familias suelen tener tierras, pero con pocos cocoteros y menos recursos, por lo que, cada vez más, tienden a comprar cocos de grandes explotaciones privadas para hacer su aceite.
San Marcos es un microcosmos que muestra cómo la competencia empresarial, los gustos de los turistas y una compleja industria oleaginosa acorralan a los pequeños productores.
Pilar Egüez Guevara, la antropóloga ecuatoriana y directora del documental Raspando coco (2018), ha observado de manera similar cómo los falsos aceites de coco —hechos a partir de grasas minerales baratas con fragancia de coco— y las nuevas variedades industriales desplazaron a los aceiteros afroecuatorianos tradicionales en la ciudad costera de Esmeraldas.
En México, en la Costa Chica, la falta de medios de vida viables llevó a algunas personas a alternativas ilícitas, como el cultivo de marihuana. Por ello las comunidades afrodescendientes de esta zona se han organizado para hacer frente a las fumigaciones de cultivos, la intensificación de la militarización y la inseguridad medioambiental, pero estas experiencias se han borrado en gran medida de los registros históricos.
Este ensayo cuenta una historia sobre el aceite de coco, pero también podría tratar del aceite de algodón, de palma o de cualquier otra fuente intercambiable de energía vegetal. La palma africana y el aceite de soja son los principales aceites vegetales en la fabricación de miles de productos procesados del siglo XXI, desde el biodiésel hasta el jabón o la margarina, pero esos fabricantes también pueden utilizar otras semillas oleaginosas más baratas en función de las fluctuaciones de los precios del mercado.
¿Qué les ocurre a los productores de coco afromestizos en México, Honduras, Ecuador o Colombia cuando las multinacionales sustituyen el aceite de coco por otra oleaginosa más barata durante uno o dos ciclos comerciales?¿Qué ocurre con los productores cuando en la etiqueta se lee «puede contener aceite de coco o aceite de palma» pero el producto no contiene ninguno de los dos? Las empresas multinacionales buscan maximizar sus beneficios, mientras que las comunidades agrícolas luchan por sobrevivir entre ciclos de auge y recesión.
Esta violencia estructural convierte a las comunidades productoras en piezas intercambiables, como los aceites que fabrican.

Tras la Revolución mexicana, los pequeños productores solían vender cocos crudos a empresas que lucraban con los productos procesados. Los científicos buscaban en el coco no solo usos comerciales, sino también materias primas y sustancias químicas para numerosos productos militares, como el ácido nafténico y el ácido palmítico necesarios para fabricar napalm.2 Las guerras mundiales dispararon rápidamente la demanda, y empresas multinacionales, como Procter & Gamble, Unilever y Anderson Clayton, llegaron a dominar el mercado internacional.
Con cada conflicto bélico —desde la Primera y Segunda guerras mundiales hasta las de Corea y Vietnam— estas empresas invirtieron cada vez más en Guerrero como zona cero para la extracción de aceite de coco. Las plantaciones se extendían tanto por la Costa Chica como por la Costa Grande, una región vecina situada más al oeste de la costa de Guerrero. Muchas regiones productoras de coco se industrializaron para satisfacer la demanda. Entre 1934 y 1940, los políticos mexicanos empezaron a adoptar seriamente la reforma agraria y a reescribir las escrituras de las plantaciones de coco, pero la militarización y la industrialización del coco cambiaron la naturaleza del mercado a expensas de las comunidades productoras de coco de Guerrero. El valor de los cocos en la cadena de suministro disminuyó y sus productores se hicieron menos visibles.
¿Quiénes eran estos productores? Las historias regionales tienden a centrarse en las plantaciones al oeste de Acapulco, en la Costa Grande, borrando la contribución de la región de mayor autoidentificación afrodescendiente de México: la Costa Chica. En esta región, como en el resto de América, rastrear la historia de la producción de materias primas oleaginosas —como el coco y la marihuana— puede revelar patrones de inseguridad ecológica para las comunidades afroindígenas. Aunque las comunidades de la costa de Guerrero lucharon por el control territorial y lo consiguieron durante el siglo XX, perdieron el control de los cocos a manos de las empresas industriales. Estas dinámicas señalan cómo, incluso cuando las comunidades son propietarias de sus palmeras, la lucha por la justicia medioambiental puede requerir a menudo algo más que la tierra.
La costa de Guerrero a través de sus oleaginosas
Los áridos ecosistemas de la costa de Guerrero han sido históricamente propicios para el crecimiento del coco. Las adaptaciones que hacen las plantas para sobrevivir en este paisaje árido también ayudaron a la gente a adaptarse. Podemos contar la historia de la costa de Guerrero a través de las oleaginosas: primero el chocolate en los períodos precolombino y colonial temprano, luego, el algodón en los siglos XVIII y XIX y, finalmente, el coco y la marihuana en el siglo XX.
Antes de la Revolución mexicana (1910-1920), las poblaciones locales recolectaban docenas de plantas oleaginosas, amargas y fibrosas, endémicas de la costa, para fabricar alimentos, ropa, abrigo y mucho más. Sin embargo, durante la presidencia de Porfirio Díaz (1876-1911), las fábricas de jabón y textiles de propiedad española dominaron la costa a través de cuatro oleaginosas con potencial industrial: cayaco, algodón, ajonjolí y coco. La fábrica de jabón La Especial de Acapulco importaba sosa cáustica para transformar estas plantas en jabón, velas y glicerina para el consumo doméstico en centros urbanos, como Ciudad de México y Puebla. Antes de que las guerras aumentaran la demanda de coco, existían cerca de doscientas pequeñas empresas de jabón y aceite vegetal en todo México.

La Especial utilizaba las cuatro semillas oleaginosas mencionadas para producir jabones de distintas calidades, desde los de tocador que contenían el mejor aceite para los consumidores con más dinero hasta jabones de lavandería baratos para las poblaciones de ingresos bajos. Cada una de las cuatro plantas se apoyaba en una división del trabajo dependiente de aparceros y campesinos pobres. Independientemente de la semilla oleaginosa que contuviera el jabón, reflejaba y generaba división social. Las mujeres afroindígenas, por ejemplo, eran conocidas por recoger en cubetas las nueces de cayaco, silvestres en Costa Grande. En cambio, los campesinos y aparceros negros y afroindígenas trabajaban en las plantaciones de algodón y ajonjolí de la Costa Chica.
Solo los cocos tenían un cierto efecto democratizador, porque los terratenientes animaban a sus arrendatarios a plantar palmeras en las tierras alquiladas a cambio de un precio fijo por árbol. Tras cinco años cuidando sus arboledas y plantaciones, el arrendatario podía ganar dos pesos por cada árbol. Sin embargo, esta práctica no garantizaba a los aparceros la propiedad de los cocoteros ni de las tierras, sino que los dejaba en una situación precaria.
No obstante, el cultivo del coco y la reivindicación de las arboledas se convirtieron en elementos centrales de la tierra y la creación de asentamientos en la Costa Chica y la Costa Grande.
Durante la Primera guerra mundial (1914-1918), los cocos proporcionaron cáscara y carbón vegetal para las máscaras antigás, agua de coco para sustituir la solución salina e innumerables lubricantes y productos químicos para el procesamiento militar-industrial. El valor de los cocos iba en aumento, y no estaba claro a quién pertenecerían los cocos o la tierra después de la Revolución mexicana, durante la cual varias facciones revolucionarias se habían disputado el poder en la costa.
A principios de la década de 1920, el socialismo reinaba en Acapulco con el líder obrero Juan R. Escudero al frente. Sin embargo, unas pocas familias españolas mantenían el poder económico. Acapulco solo contaba con cuatro o cinco mil habitantes, pero sus fábricas de propiedad extranjera producían jabón, pieles y aceite para la exportación. La demanda de cada producto aumentó tras la Primera guerra mundial, pero los salarios de los estibadores afromestizos que cargaban jabón, aceite de cal y textiles en los muelles se habían estancado. En el campo, los campesinos pobres de la Costa Grande y la Costa Chica también vieron pocas ganancias cuando la conclusión de la revolución dio paso a mayores expectativas.
Con un pie en el puerto y otro en la plantación, la magia política de Escudero descansaba en unificar a los trabajadores y campesinos pobres de ambas costas de Guerrero: Costa Grande y Costa Chica. Su ascenso fue meteórico. Tras estudiar en el extranjero, Escudero regresó a su lugar de nacimiento y fundó el Partido Obrero de Acapulco (POA) en 1919, con el apoyo de aparentemente todo el mundo menos de las poderosas familias españolas. Elegido y reelegido presidente municipal a principios de la década de 1920, el «Lenin de Acapulco» pasó rápidamente de alcalde a mártir del recuerdo. Las élites terratenientes asesinaron a Escudero en 19233, pero el comerciante convertido en general Amadeo Vidales se puso al frente de las luchas obreras y agrarias de la costa.
Cuando los enemigos de Escudero apoyaron una rebelión contra el gobierno nacional ese mismo año, Vidales se puso a la altura de las circunstancias para organizar a los llamados vidalistas y defender Acapulco. Esto le dio poder político en la costa, que utilizó para levantar un movimiento antiespañol formado por gente de ambas costas. Luchando por el derecho a la tierra y mejores salarios, los vidalistas desbarataron la economía oleaginosa regional tres años antes de que el gobierno nacional empezara a redistribuir las plantaciones de coco y ajonjolí como ejidos o tierras comunales. En el municipio de Atoyac, situado al oeste de Acapulco, en la Costa Grande, los vidalistas dieron a su ejido el nombre de «Colonia Juan R. Escudero» para conservar la memoria de su mártir.
Durante la Segunda Guerra Mundial, las empresas multinacionales consolidaron la industria, ayudando a construir nuevas fábricas en Acapulco. En la década de 1960, el estado de Guerrero se convirtió en el mayor productor de coco del hemisferio occidental. Aunque la expansión del coco no trajo los cambios que esperaban los trabajadores, la organización sindical dejó un impacto duradero de sindicalismo y socialismo en toda la costa.
Marihuana, militarización y angustia ecológica
Desde la década de 1940, los estudiosos han sugerido que la Costa Grande y la Costa Chica tienen cosmovisiones políticas y ecológicas diferentes. Incorrectamente han imaginado a los actores de la primera costa como organizados y ecologistas y a los de la segunda como fragmentados e irracionales. Hoy en día, mucha gente sigue asociando la lucha por la justicia medioambiental sólo con las comunidades indígenas y no con las negras y afroindígenas.
Sin embargo, la Costa Grande no tiene el monopolio de la angustia ecológica. Las plantaciones de coco que alimentaron las guerras extranjeras y el capitalismo global privaron a todos los costeños de su soberanía medioambiental. En la década de 1930, el gobierno mexicano redistribuyó los cocoteros a miles de comuneros, como los vidalistas, pero el control territorial no se tradujo en seguridad económica ni soberanía alimentaria.
La reforma agraria nacional ató a los ejidos de ambas costas a sistemas agrícolas de exportación que deforestaron las tierras bajas, contaminaron el suelo y agotaron los recursos hídricos sanos, con efectos desastrosos para las comunidades locales.
La costa de Guerrero tiene un clima ideal para el coco, pero no para el coco infinito. La producción de coco dejó de ser viable para los pequeños agricultores cuando los cocos se contaron por millones y requirieron toneladas de riego e insumos agroquímicos. Con tantas regiones productoras de oleaginosas en los trópicos compitiendo por nichos industriales superpuestos, la única ventaja comparativa de la región era una marca de mano de obra barata que la expansión agrícola depreciaba aún más.
En la década de 1950, Atoyac era la sede del gran sindicato de productores de coco, la Unión de Ambas Costas. Al igual que el POA y los vidalistas, el sindicato estaba formado por trabajadores y agricultores mestizos, indígenas y afrodescendientes. Sin embargo, una masacre de miembros del sindicato que protestaban en Acapulco en 19674 ayudó a inspirar al militante Partido de Los Pobres, dirigido por Lucio Cabañas, un líder guerrillero cuyos tíos eran vidalistas.5 Atoyac y los cocos fueron clave para arraigar la genealogía de la resistencia popular en la Costa Grande, pero la Costa Chica permaneció en gran medida ausente de la historia de los sindicatos y movimientos sociales de Guerrero. Sin embargo, la militarización de la región fue un asunto que abarcó ambas costas.

Los archivos de la represión
A partir de la década de 1920, grupos como los vidalistas se ganaron el favor del gobierno ayudando a los militares a construir carreteras locales, líneas telegráficas y escuelas de costa a costa. Con el tiempo, el gobierno estableció campamentos militares que protegían a los terratenientes y erradicaban enfermedades como la malaria y la fiebre amarilla. Los esfuerzos en materia de salud pública y seguridad no hicieron sino aumentar con el auge del turismo en Acapulco, que reforzó la presencia militar.
Combinada con el turismo, la expansión de la infraestructura del coco —plantaciones, refinerías y almacenes— casi consolidó la ocupación militar.
Cuando el monocultivo del coco sustituyó a otros cultivos y a la vegetación local, devastadoras oleadas de enfermedades vegetales acabaron con millones de cocos en la década de 1960. El ejército adoptó el método de erradicación aérea utilizado contra la malaria y desplegó helicópteros para rociar las palmeras con insecticidas y fungicidas. Con el tiempo, los funcionarios cambiaron los fungicidas por herbicidas, e incluso napalm a base de coco, para hacer frente a los crecientes problemas de narcóticos.
La lógica militar redujo a los pueblos nahuas, mixtecos, tlapanecos, amuzgos y afroindígenas de la Costa Chica a un solo grupo, denominado despectivamente como «indios». En lugar de escuchar sus demandas de mejores precios y sus protestas contra el acaparamiento de tierras y la violencia estatal, el gobierno mexicano culpó a los campesinos pobres de cultivar marihuana y de disidencia. En realidad, los agricultores abandonados por los esfuerzos de modernización cultivaban ocasionalmente semillas oleaginosas ilícitas para llegar a fin de mes, intercalando cocos con marihuana. Esto se volvió una pendiente resbaladiza, a falta de precios justos y fungicidas para las plantaciones fallidas, la tierra de los cocos pronto se hizo conocida por su variedad híbrida de marihuana: Acapulco Gold.
Los miembros de las comunidades también salieron a las calles a protestar, pero a menudo se encontraron con una violencia extrema a manos de los militares y los pistoleros locales. Para defenderse, formaron fuerzas guerrilleras a finales de la década de 1960 y la respuesta del Estado mexicano fue intensificar la violencia en medio de una guerra sucia que buscaba exterminar a los disidentes. El Partido de los Pobres y el movimiento guerrillero Asociación Cívica Nacional Revolucionaria basaron sus operaciones en la Costa Grande, pero su lucha y la respuesta del ejército afectaron a toda la región. Bajo la eufemística «Operación Telaraña» y el «Plan Guerrero», los soldados repavimentaron viejas carreteras militares, construyeron nuevas escuelas y reprimieron a las comunidades. Esta acción cívica fue un barniz para cubrir un asalto químico e industrial al campo.
Agencia SubVersiones
Encargados de encontrar a los insurgentes y erradicar la marihuana, los militares iniciaron primero labores de vigilancia aérea y posteriormente fumigaciones desde las alturas para erradicar los cultivos. Al igual que los fungicidas utilizados para proteger la industria del coco, los herbicidas que destruían la marihuana empezaron a diezmar la salud medioambiental de la costa. El turismo se resintió. La violencia medioambiental también empezó a llegar en forma de inversiones gubernamentales para producir aun más cocos. En lugar de disminuir la influencia de las multinacionales, como esperaban las comunidades, en la década de 1970 el gobierno concedió a Anderson Clayton y a otras empresas los recursos para impulsar la industrialización de la costa. Si bien, Anderson Clayton obtuvo escasos beneficios en México en la década siguiente, Unilever compró sus participaciones, con lo que la saga continúa.
Siguen resistiendo
En la actualidad, la privatización de la producción de coco sigue apoyándose en grupos bien posicionados y a menudo armados para crear las condiciones que permitan extraer capital de la tierra y la mano de obra de la región. La carretera de dos carriles que va de la Costa Grande a la Costa Chica tiene la militarización integrada en el paisaje: soldados, infantes de marina y policías locales, estatales y federales tienen una presencia permanente. El aumento del narcotráfico en la región ha atraído a estas patrullas estatales a la carretera 200 a expensas del turismo local. Y tanto para las empresas como para las comunidades, el control territorial sigue siendo fundamental para la producción de coco.
Mientras tanto, municipios con gran población afromexicana, como San Marcos, siguen rebosantes de plantaciones. Pero sin tecnología para extraer aceite refinado de los cocos, la mano de obra sigue siendo migrante y marginada. Incluso cuando los afrodescendientes son propietarios de la tierra, su conocimiento de los cocos no puede competir con los productos de calidad industrial y los costes cada vez mayores.
En San Marcos, Diana Pinacho está filmando la vida y las luchas de las aceiteras con una pequeña subvención de Netflix Ambulante. El documental detalla cómo las aceiteras experimentan dificultades económicas y son testigos de la angustia ecológica en la actualidad. Pinacho subraya cómo las mujeres negras, indígenas y afroindígenas están al frente de las batallas por la justicia medioambiental en Guerrero, una tendencia que la académica Meztli Yoalli Rodríguez Aguilera ha documentado en la Costa Chica de Oaxaca. Ella es consciente de que las historias de la Costa Grande solo cuentan una parte de la historia y de que a las resistencias de los productores de aceite de esa zona se suma al legado histórico de los movimientos sociales en Guerrero6.
El grito de guerra de la Revolución Mexicana ha permanecido presente para aceiteras y pequeños propietarios, como la abuela de Pinacho, que han luchado por «Tierra y libertad» durante generaciones, pero siguen enfrentándose al agotamiento del suelo, a la creciente privatización empresarial y a un apoyo estatal inadecuado. Su lucha por la tierra y la libertad nos recuerda que la tierra está antes que la libertad, y que a veces la liberación no llega.
- Este texto es una traducción de: “This May Contain Coconut Oil: In coastal Guerrero, coconut-producing afro-Mexican communities navigate long histories of environmental injustice and erasure. Their livelihoods remain under threat.” NACLA Report on the Americas 53.3 (2021): 226-232. ↩︎
- La mezcla de estos ácidos con gasolina produce un gel de combustión lenta que arde entre los 800°C y los 1200°C, repelente al agua y adherible a cualquier materia, por lo que es capaz de incinerar toda forma de vida. Su uso militar tuvo su mayor auge en la Guerra de Vietnam para deforestar la selva, con consecuencias que aún hoy afectan a la población y el medio ambiente (N.T.). ↩︎
- Escudero fue ejecutado por sicarios en 1923, junto a sus hermanos, mientras permanecían bajo custodia del ejército mexicano, cuyos miembros ya habían intentado asesinarlo un año antes dentro del palacio municipal de Acapulco en una asonada militar (N.T).
↩︎ - Ese mismo año en Atoyac un grupo de profesores y padres de familia, liderados por Cabañas fueron emboscados y masacrados durante una protesta contra la directiva de una escuela primaria (N.T). ↩︎
- Además, su abuelo peleó en las filas zapatistas (N.T). ↩︎
- El estado recibe su nombre del general afromexicano Vicente Guerrero, último caudillo popular de la independencia mexicana, quien vía la guerra de guerrillas mantuvo la resistencia en las montañas de la zona hasta la culminación de la guerra en 1921. Como presidente, Guerrero abolió la esclavitud en 1929 (N.T).
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Es Voss Postdoctoral Research Associate en la Universidad de Brown, se especializa en política medioambiental, estudios sobre ciencia y tecnología, sistemas alimentarios y ecologías raciales en México y las Américas. Es miembro del consejo editorial del Congreso Norteamericano para América Latina (NACLA), escribe para Black Perspectives y Noria Research.
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