Menú Hamburguesa
PERIODISMO Y ANÁLISIS CRÍTICO SOBRE ALIMENTACIÓN

Ilustración: Nadia Campos

Las recetas del hambre: cómo sobrevivir en la posguerra

Son pocos los recetarios que hablan de los periodos de escasez, de momentos en los que se pasan penas a falta de alimento y en los que la recursividad se convierte en la mejor aliada de la cocina. De eso va el libro Las recetas del hambre.

Antes que un manual de instrucciones, un recetario es una narrativa que retrata un momento histórico e incluso permite vislumbrar las ideas dominantes y entender los modos de producción de una sociedad. Si en el recetario de Apicius —uno de los más antiguos que se conservan en occidente— podemos darnos cuenta de la sencillez de los alimentos del Imperio romano,1 en La guía de la cocina moderna de Escoffier percibimos el fervor por el progreso que despertó la Revolución Industrial, en tanto que en los libros y programas de Julia Child observamos el nacimiento de la cultura pop en la gastronomía al «suprimir la mística y dar sentido a la cocina francesa».2

No obstante, la suma de los recetarios que existen dista de abarcar la totalidad de las expresiones culinarias del mundo, pues para escribir un recetario es requisito saber escribir y aún en pleno siglo XXI, la escritura puede ser una habilidad excluyente, al menos para un 14% de las personas adultas del mundo que se calcula es analfabeta. Eso no quiere decir, necesariamente, que todas esas otras recetas se hayan perdido, de hecho, muchas se han conservado en la tradición oral y gracias a la práctica cotidiana. El otro sesgo a tener en cuenta al estudiar recetarios es que la mayoría compila recetas de los buenos tiempos.

La explicación de por qué existen tan pocos recetarios de los malos tiempos —que algunos hay, aunque la mayoría que conozco son más bien invitaciones a cocinar sin desperdicio—3 la expone la periodista gastronómica Ana Vega Pérez de Arlucea en el prólogo de Las recetas del hambre, de los españoles David Conde Caballero y Lorenzo Mariano Juárez.

Este es el libro de cocina que nadie quiso escribir. Por eso no es una reedición de una obra ya existente, ni un primoroso facsímil hecho a partir de algún recetario familiar desconocido. Las recetas del hambre nunca fueron apuntadas con el mimo que caracteriza a la transmisión de saberes gastronómicos. A diferencia de cualquier otra fórmula de cocina, no pasaron con orgullo de madres a hijas ni sirvieron para demostrar destreza, buena mano o ingenio, aunque lo tuvieran en grado sumo.

A pesar de la falta de transmisión sistemática de esos saberes que acusa la autora, los ajustes y adaptaciones culinarias que se hicieron en la España de la posguerra dejaron su marca en la vida cotidiana de la población, que con el tiempo se quedó para transformarse en costumbre y en ritual. Alguna vez que fui convidado a una casa valenciana en Pego a comer paella presencié algunas de esas adaptaciones. Cuando llegó la hora de sentarse a la mesa me preguntaron si quería un plato o si comía como la familia. En catalán, paella significa «sartén», la cual se pone sobre la mesa, a cada quien le dan una cuchara y de ahí se come de la orilla hacia el centro, sin invadir el carril de las personas de al lado. Al leer Las recetas del hambre me enteré de que esa costumbre tiene nombre: «el cucharón y paso atrás».

Recetas H paso atras
José Carlos Sampedro, tomada de Las Recetas del Hambre

No fue igual para todo el mundo

Al finalizar la guerra civil española y en medio de la Segunda Guerra Mundial, España vivió una etapa de escasez que se acrecentó en la posguerra con el bloqueo y el posterior racionamiento de los alimentos que impuso el gobierno del dictador fascista Francisco Franco. Sin embargo, el racionamiento fue particularmente dirigido al bando perdedor, las personas que defendieron a la República y no pudieron o quisieron salir exiliadas, así como a los grupos sociales excluidos de siempre (excluidos hasta del estraperlo).5 Como relatan David Conde Caballero y Lorenzo Mariano Juárez:

La escasez, en este caso, ensanchó más las diferencias sociales, como registra el refrán «cuando un pobre come jamón, o está malo el jamón o está malo el pobre». Y es que las mejores partes de cerdo6, tan valorado en España, estaban destinadas a las clases altas, en tanto las clases bajas se conformaban con los tocinos y las piezas con más grasa, que duraban más tiempo, algo muy valorado  en aquellas épocas cuando la refrigeración no era algo habitual en las casas.

Diez años duró el racionamiento «en que faltó de todo menos el alcohol», según documentan los autores. En febrero de 1946, en Cataluña 20 000 obreros metalúrgicos y textiles se lanzaron a la huelga, a pesar de estar prohibidas bajo el franquismo, la delegación que les representaba explicó que no querían dinero, sino comida.7 Sin embargo, no todo se añora de la misma manera y el producto que más dolió por su ausencia en las mesas españolas fue el pan blanco. Como recuerda uno de los entrevistados de este libro: 

Y cuando no se comía pan, ya podías comer carne o lo que te diera la gana, pero seguías teniendo hambre igual. 

Y es que, si bien de tanto en tanto había sustitutos, como el pan de centeno o el pan de maíz, para una población acostumbrada a la abundancia, esos sustitutos –habituales en otras partes del mundo e incluso en ciertos lugares de España– resultaban culturalmente impertinentes: incomibles.

Quizá el mayor ejemplo de ese rechazo fue la «rebelión» que generó el pan de maíz, a pesar de su gran valor nutrimental y de ser incluso habitual en el norte de la Península ibérica. Cuando la Argentina de Perón envió grandes cantidades de maíz, que fueron convertidas en pan, la población del centro y sur del país se sintió defraudada como recogen en Las recetas del hambre:  «eran unas bolas de pan que eran amarillas y que estaba muy malo. Mira si era malo, que con el hambre que había estaba tirado por las calles»,  

Esta aseveración puede resultar ofensiva para las culturas en las que el maíz constituye la base cultural y simbólica de la vida. Para algunos pueblos prehispánicos, como los mayas, su dios creo a hombres y mujeres moldeandoles en masa de maíz, a la que se le inyectó el jugo de este grano para que fluyera por sus venas y así darles la vida. Sin embargo, para la cultura católica española el «pan verdadero», aquel en que «se encarnó el hijo de Dios» durante la última cena, se hace de trigo.

Visto a la luz del trabajo de Claude Fischler, es todavía más fácil explicar lo que podría parecernos sólo un gesto etnocéntrico más de los europeos: «si no consumimos todo lo que es biológicamente comestible, se debe a que todo lo biológicamente comible no es culturalmente comestible».8 Por ello, cada cultura posee una cocina específica que va moldeando el gusto individual, que no es ajeno a las arbitrariedades colectivas.

Recetas Hambre portada

La salsa de su hambre

Dice la voz popular que la vergüenza y el hambre nunca han podido ser amigas. Este recetario –que se reconoce como un ensayo– desentierra las recetas de aquella época terrible y le quita el velo de la vergüenza, que –como otras tantas cosas– es cultural. 

Aunque algunos poquísimos ingredientes resultaban tóxicos al consumirse en abundancia (como es el caso de la almorta, prohibida en 1944 luego de una epidemia de latirismo provocada por esta leguminosa),9 no era, como se podía imaginar por algunos relatos, que los sustitutos usados para calmar el hambre fueran productos no comestibles, sino que se trataban de alimentos vergonzantes, ya fuera por su escaso valor nutrimental, por lo difícil de su preparación o por ser de uso común para los animales.

Ante la falta de insumos habituales, las cocinas ibéricas se vieron convertidas en centros de experimentación creativa, donde se intentaba mantener la dignidad y la normalidad en la mesa, así se comiera «arroz con pena» que no era arroz, sino trigo machacado con ajos, y para acompañarlo se bebiera un «café» que no era café, sino garbanzo tostado y molido. El pan se llegó a hacer con harina de bellotas o de alpiste, el potaje se cocinaba con algarrobas en lugar de lentejas y casi cualquier yerba que creciera en el campo era buen sustituto para dar aroma y sabor a las preparaciones.

Ana Vega Pérez de Arlucerna

Así, por ejemplo, las papas y las leguminosas tomaron un lugar todavía más importante en la gastronomía española, junto con las yerbas del campo, que bien sazonadas y con la «salsa del hambre», como decía el Quijote, servían para irla pasando. Si nos detenemos un momento, estas estrategias no fueron novedad en España. Ya en el Siglo de Oro hay visos de ese ingenio: «somos gente que comemos un puerro y representamos un capón», escribió Quevedo en el capítulo VI de La historia de la vida del Buscón, que junto con el La vida de Lazarillo de Tormes son los grandes exponentes de la literatura española de la escasez en el siglo XVI.

La gran aportación de Las recetas del hambre es que, a diferencia de los retratos que aporta la literatura, esta es una compilación que dignifica esos esfuerzos y reivindica a quienes más sufrieron en los años atroces de la guerra civil española y durante el posterior periodo de desabasto. Escrito con una pluma ligera, este recetario no busca ser un manual de instrucciones para la preparación de alimentos –aunque algunas de sus recetas son de uso corriente en la actualidad, dentro y fuera de España– sino más bien es un ensayo antropológico e histórico que reflexiona sobre la alimentación, la memoria y que narra un pasado de resistencias a través de las recetas.


  1. Marcus Gavius Apicius nació a finales del siglo I a.n.e. Aunque la obra que se le atribuye, De re coquinaria, data del pináculo del Imperio, las recetas están lejos de los famosos excesos de la gula romana. A decir del antropólogo Frederick Starr, o bien estos excesos no habían llegado en la época que se recopiló el recetario o sólo sucedieron en la cúpula de la élite o quizá nunca existieron, salvo en un par de sátiras. Por lo demás, la copia que se conserva del recetario es aproximadamente del siglo V, por lo que muy probablemente sufrió modificaciones significativas.
    ↩︎
  2. Julia Child, El arte de la cocina francesa, Debate, 2022, p. 21.
    ↩︎
  3. Por ejemplo, El practicón de Ángel Muro (1894), How to cook a wolf de Mary Fisher (1942) y Everlasting meal de Tamar Adler (2011).
    ↩︎
  4. Citada por los autores. ↩︎
  5. El estraperlo era el comercio ilegal –sin pago de impuestos– de los productos racionados, lo que constituía un mercado gris. ↩︎
  6. Los autores se refieren a las partes con mayor cantidad de carne magra. ↩︎
  7. Raanan Rein, «Un salvavidas para Franco: la ayuda económica argentina a la España franquista (1946-49)», Anuario IEHS, Instituto de Estudios Histórico-Sociales 8 (1993), pp. 199-214.
    ↩︎
  8. Claude Fischler, El (h)omnívoro. El gusto, la cocina y el cuerpo, Anagrama, 1995.
    ↩︎
  9. En 1967 se liberó su uso para pienso animal y en 2018 se habilitó de nueva cuenta su consumo en humanos, dado que, en las condiciones actuales y sin exceder los 25 gramos diarios y en compañía de otros alimentos, es poco probable que desencadene problemas neuronales, según un dictamen del Comité Científico de la Agencia Española de Consumo, Seguridad Alimentaria y Nutrición: https://www.aesan.gob.es/AECOSAN/docs/documentos/seguridad_alimentaria/evaluacion_riesgos/informes_comite/HARINA_ALMORTAS.pdf.
    ↩︎

Periodista, corresponsal y editor especializado en América Latina. Ha colaborado con más de 40 medios en 25 países. Es maestro en Estudios Internacionales y se ha desempeñado como consultor de comunicación política para ONGs, gobiernos y partidos políticos. Obtuvo el premio de periodismo Rostros de la Discriminación, 2023.