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PERIODISMO Y ANÁLISIS CRÍTICO SOBRE ALIMENTACIÓN

Alimentos viajeros, las migraciones internas

Entre 2008 y 2018 la autora trabajó con comunidades de diversos pueblos originarios que migraron a Baja California para trabajar en campos agrícolas o la venta de artesanías en zonas turísticas. De esa experiencia nace este texto donde cuenta qué comen las personas en el viaje al lugar de origen, los festines con que son recibidas y cómo se van tejiendo identidades, afectos y expresiones de racismo alrededor de la comida.

El viaje en autobús de Ensenada en Baja California a Copalillo en el estado de Guerrero se planea con mucha anticipación, pues, tanto de ida como de vuelta, se lleva exceso de equipaje. Con dos generaciones y media1 de migrantes, ambos lugares son llamados casa. Con las personas migrantes también viajan sus alimentos y hasta los utensilios de cocina, más aún cuando el hogar se encuentra tanto en el trayecto de ida como en el de regreso. Llevan hacia el sur lo que comen durante el largo viaje, los alimentos que solo se consiguen en la frontera con Estados Unidos, y regresan al norte con los ingredientes que, además del cuerpo, alimentan la nostalgia, al tiempo que anclan y dan sentido a sus vivencias como migrantes y cocineras.

Tal exceso de equipaje resulta carísimo en un autobús «de línea», de esos que en México son muy cómodos porque cuentan con asientos reclinables, televisión, baño y hasta wi-fi para hacer soportables las 48 horas de recorrido. A cambio, la opción pagable la ofrece una serie de empresas que se autodenominan «autotransportes turísticos y de pasajeros», es decir, oficialmente se trata de autobuses que se alquilan para realizar excursiones o viajes a particulares, pero que no cuentan con los permisos para operar como una línea de transportes de pasajeros con venta de boletos individuales.

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Foto: Alan Morales on Pexels.com

En la práctica, las llamadas «turísticas» cuentan con salidas programadas y rutas con puntos intermedios, pequeñas terminales o paraderos, así como boletería con un costo específico por trayecto. Salen de terminales irregulares —un local cualquiera, un baldío, una estación de gas o a pie de calle—.2 Estas empresas operan como líneas de autobuses regulares, pero sin un plan de logística, reglamentos o seguros de viajero3. Generalmente los vehículos no tienen las condiciones mecánicas adecuadas para dar el servicio y los conductores están sobreexplotados. El resultado es que con frecuencia se vuelcan o chocan, dejando personas heridas o muertas.4

Entre las transportadoras «turísticas» son particularmente famosas las que ofrecen sus servicios en enclaves o puntos donde hay asentamientos indígenas residentes, un término usado administrativamente, que se refiere a gente que migró, aunque tenga su domicilio permanente en el lugar de llegada: lugares como San Quintín, Ensenada (Maneadero), Tijuana o el Valle de Mexicali y que llegan a algún punto de Oaxaca. Yo viajé junto a una familia desde Maneadero hasta Cuautla, Morelos.

Del campo al campo

Cuando hablamos de migración, la mayoría de las personas piensa en quienes van de un país a otro. Es poco frecuente imaginar en esa categoría las migraciones internas, a quienes migran del campo a la ciudad o incluso del campo al campo, un proceso que en México se da de manera cotidiana, sobre todo en personas que hacen parte de los pueblos originarios: mujeres, hombres, niñas y niños se desplazan por el territorio nacional trazando diversas trayectorias, algunas intensas, motivadas por el trabajo temporal de la pizca, la gran mayoría hacia las zonas agroindustriales del norte, en donde se han creado grupos que experimentan una forma de nomadismo contemporáneo.

La colonia Popular 1989 en la ciudad de Ensenada es un claro ejemplo de esto. Está compuesta —entre otras— por familias nahuas originarias de los municipios de Copalillo y Analco, Guerrero, quienes migraron a Ensenada a mediados de la década de 1980 (de hecho, el nombre de la colonia corresponde al año que legalizaron sus tierras en Ensenada) y que se dedican principalmente a la venta de artesanías y hamacas.

En 1930 en Baja California había registradas 181 personas hablantes de lenguas indígenas—según el INEGI—, en tanto para el año 2020 el censo contaba a 49 1305 personas. Sin embargo, por autoadscripción6 hay 285 679 personas indígenas7. En Ensenada, las lenguas originarias mayoritarias son el mixteco, el zapoteco, el náhuatl y el triqui, entre otras, y sus hablantes se han sumado a la población originaria de esa entidad norteña, donde son habituales lenguas como el kumiai, cucapá, kiliwa y pai-pai.

Si bien para estas nuevas comunidades que llegan a Ensenada la pizca es una de las principales actividades, también hay quien se dedica al comercio de souvenirs en zonas turísticas, la prestación de diversos servicios, producción y venta de artesanías y algunas persona sobreviven de la mendicidad. También es frecuente verles migrar del sur al norte para establecerse en las ciudades donde ya hay gente de sus pueblos que se dedica a la prestación de servicios y al comercio.

En este contexto aprendí que, en efecto, la alimentación aglutina y separa a las comunidades, y establece referentes de identidad entre los distintos pueblos originarios que comparten experiencias migratorias similares. Ejemplo de lo que aglutina son los pequeños huertos familiares de los que se obtienen algunas verduras y frutos de árboles originarios de Copalillo. Mientras que aquello que les separa lo explicó una mujer mixteca cuando le pregunté:

—¿En qué son diferentes ustedes [mixtecas] de los triquis?, a lo que ella contestó:
— «Los triquis hacen más picosos los tamales».

En general, entre las mujeres de estos grupos existe desasosiego porque sus hijas e hijos ya no comen lo que ellas aprendieron a cocinar en su lugar de origen. Las generaciones criadas en Baja California entraron en contacto con nuevos productos, nuevos sabores y nuevos platillos propios del otro hogar de sus familias, por ejemplo, las comidas frías, como las ensaladas y los sándwiches. Ante esto, las mujeres insisten: «no es nuestra comida», pues ellas reconocen como propias las comidas calientes como caldos o guisos.

Fue justamente platicando de lo mucho que extrañaba la comida de Toluca –donde viví algunos años— que logré que doña Marce me aceptara como aprendiz de cocina y ayudante en la elaboración de hamacas que, junto con las pulseras tejidas, así como diversas artesanías de cerámica y souvenirs, son el medio de subsistencia de su familia. Las venden en la zona turística de la ciudad a las personas que desembarcan de los cruceros estadounidenses que arriban al puerto o a visitantes que llegan a vacacionar durante las festividades (nacionales y de Estados Unidos), así como en períodos vacacionales.

De Ensenada a Copalillo

Copalillo se encuentra ubicado en la zona norte de Guerrero, al noreste de Chilpancingo. Tiene una extensión territorial de 685 km2, colinda al norte con Atenango del Río, al sur con Ahuacuotzingo y Zitlala, al este con Olinalá y al oeste con Huitzuco de los Figueroa y Mártir de Cuilapan. 

Para llegar desde Ensenada la opción directa y la más económica es la que ofrece el transporte «turístico». La logística de estas empresas se realiza únicamente vía celular entre una oficina local o regional y otra, o entre operadores de autobús y «taquilleros». Existen módulos de las líneas, pero por lo regular los boletos se adquieren en locales de venta o reparación de celulares. Ahí se pueden comprar los boletos en abonos variables, pues cada quien los negocia con el vendedor en turno, lo único que se requiere para apartar un asiento es dar el primer abono, entonces el taquillero llama a San Quintín para saber si hay lugares disponibles, lo apunta en una libreta donde se encuentra la fecha de salida del autobús, ahí escribe que hay un asiento ocupado, el nombre de la persona y el dinero a liquidar.

A pesar de estas facilidades de compra, no hay un registro controlado por el usuario sobre los abonos que realiza, dicho registro solo lo tiene la persona encargada de vender los boletos, quien, por cierto, ante cualquier queja explica que «no trabajo para la línea» o que solo cubre un puesto provisional, ya que su empleo es la atención a los clientes del local de celulares, o bien que no tiene conocimiento, ya que no realizó la venta.

Para este trayecto los boletos tuvieron un costo de MX$1500 pesos por persona desde Maneadero hasta Cuautla, Morelos, de ahí se toma otro autobús hasta Copalillo. Pagamos en efectivo y en una sola exhibición, la persona encargada indicó la hora del día de salida, confirmó que se habían apartado dos lugares, el monto cubierto, pero no dejó registro de los nombres. Como única garantía nos entregaron dos pequeños boletos impresos, con un número de folio, el RFC, el nombre de una persona registrada ante Hacienda y el de la empresa: «Autotransportes turísticos Tierra del Sol».

Copalillo Guerrero, migraciones internas

El día de nuestra partida llegó. El lugar donde compramos los boletos estaba cerrado y el autobús venía retrasado dos horas. Para mí este escenario resultaba angustiante, pero doña Marce estaba tranquila, sentada en sus cuatro maletas de tela, platicando con su sobrina Evelia. Su conversación versaba sobre lo que habría de comer al llegar a Copalillo: «¡uuummh… un raspado de Copalillo, de nanche amargo, ya quiero comer, ahora que llegue!».

Esos nanches que, como su nombre lo anticipa, son amargos y ácidos, para ellas son deliciosos y, según Elvia, solo se dan en el monte, precisamente en el tiempo de su estadía, y es raro encontrarlos en el mercado. Cuando por fin llegó el autobús, las irregularidades y la falta de logística en el transporte se hicieron cada vez más patentes. Lo primero fue el equipaje: si el chofer considera que se rebasa el volumen y peso permitido —que no está definido ni anunciado—, entonces procede a cobrar por el exceso, igualmente sin tabulador.

En ese punto se da un aparente regateo en el que, sin importar quién tiene los mejores argumentos, el chofer siempre sale ganando. A doña Marce le cobró MX$200 por llevar equipaje de más, incluso cuando me adjudiqué algunas de sus maletas, ya que solo llevaba una mochila. Evelia tampoco contó con suerte. A ella le cobró MX$1000, pero después de una fuerte negociación y bajo el argumento de que se quedaría sin dinero para la comida de sus hijos, ella logró una cuota de MX$700.

Al igual que con el equipaje, nada en estas líneas de autotransportes tiene algún tipo de regulación o de norma que garantice los derechos del usuario. Reina la ley de «lo que se le antoje al chofer», y con él habrá que negociar para no perder más dinero. Esta forma de relación de poder implica, de entrada, una desventaja para los usuarios, ya que el operador toma decisiones arbitrarias sobre las paradas —en ocasiones realizan paradas en lugares no indicados por la propia línea— o sobre el tiempo para comer o para ir a los sanitarios.

A pesar de saberse en desventaja, los usuarios no suelen callar ni agachar la cabeza. En algún momento del trayecto un adulto mayor se quejó con otros usuarios porque se sentía mal y necesitaba que lo apoyaran para solicitar una parada, ya que tenía diarrea; una mujer de origen mixteco reclamó el poco tiempo para ir al baño o para comprar comida. En contraste, los choferes disponen de tiempo para hacer paradas en las que hasta pueden ducharse y cenar. La respuesta a la mujer mixteca fue tajante: «¡usted paga por el servicio, si quiere un servicio mejor pague más, uno de lujo, porque este es así y si sabe que es así, aguántese!».

La lógica del operador no es muy diferente a la que rige en otro tipo de servicios de nuestro país, siempre cobijada por argumentos racistas y clasistas. De acuerdo con este razonamiento, solo quienes poseen dinero suficiente pueden tener acceso a servicios de calidad: mobiliario, puntualidad y logística, atención durante el viaje, eficiencia y seguridad, es decir, lo que como usuarios de un servicio público deberían tener y que estas empresas esquivan al ofrecer «servicios privados de transporte». Las transportadoras de bajo costo «no tienen» —en realidad, eluden— la responsabilidad de brindar aspectos elementales como trato digno, seguridad y eficiencia, factores que deberían estar garantizados sin importar el monto de la inversión o costo del servicio.

Para el segundo trayecto tuvimos la fortuna de pocas personas en Copalillo: la posibilidad de que un pariente cuente con un vehículo particular y disponible para ir a recogernos. En este caso, Toribio, el cuñado de doña Marce, ya estaba esperándonos en el mercado de Cuautla para llevarnos a Copalillo. Nos internamos por caminos pedregosos hasta llegar a carreteras de terracería roja —tierra con la que usualmente se hacen las artesanías de barro que distinguen esta región norte de Guerrero—.

Comensalidades viajeras

Un viaje de 48 horas requiere de alimentos para el camino, así que cada uno de los pasajeros sube al autobús con comida, productos y utensilios para satisfacer sus gustos y posibilidades. La comida adquirida en el lugar de salida se conjuga con la oferta de alimentos de los paraderos en los que el autobús se detiene a lo largo del trayecto.

«Yo con mi tortillita, eso sí me llena, pan no. Aunque esté fría mi tortillita, así me la como, porque me va a llenar, poquito, pero me lleno», me dijo doña Marce.

Comer en el autobús refiere a un tipo de alimentación que rompe la dieta cotidiana y ofrece a las personas otras formas de saciar el hambre, que finalmente se enlazan con un momento recreativo durante el viaje. En diferentes instantes, tanto para los adultos, pero sobre todo para los niños, comer se volvió un acto de distracción.

«Ahora sí mis chamacos se están dando vuelo, comen puras porquerías ¿qué más puedo llevar? Es lo único que podemos comer en el camino, ni fruta quieren, los cabrones».

Con esas palabras se quejó Elvia, quien llevaba una bolsa con latas de atún, un frasco de mayonesa, verduras mixtas enlatadas y tostadas. Con estos ingredientes quería preparar una ensalada de atún que pensó complementar con botanas, frituras, refrescos y chamoy.

Uno de los aspectos más importantes acerca de las comensalidades en el autobús es la elaboración de alimentos. Un matrimonio de alrededor de cincuenta años y un joven que viajaba con ellos aprovecharon una tortillería ubicada en un paradero para comer tortillas calientes, con chicharrón, frijoles de bolsa, aguacate y chiles curados. Lo acompañaron de Coca–Cola. Más allá de las posibilidades económicas, es interesante ver cómo cambian las nociones de cada persona respecto a lo que es apropiado para satisfacer el hambre, su hambre. También llama la atención el consumo masivo de alimentos ultraprocesados, pues resultan más prácticos en un viaje de estas características.

Durante el recorrido, los aromas dibujan un mapa de comensalidades a partir de los alimentos disponibles en los diversos momentos: en los paraderos el olor de los puestos va variando según la región del país y la hora de arribo. Gracias a los aromas también es posible distinguir si en el lugar hay un puesto de comida o un restaurante, mientras que en el autobús las botanas, los refrescos o las golosinas saturan el espectro olfativo con olores limitados. Esa diversidad culinaria puede ser casi imperceptible en lo cotidiano, pero quien viaja sí puede llegar a notarla.

A medida que el lugar de origen de los anfitriones parece estar cerca, surge el antojo de comer ese platillo deseado, ese que es «el que sabe mejor» en su tierra, ese que, a pesar de prepararlo en el otro hogar, no queda igual y que en este, el lugar de origen, regularmente lo prepara un familiar. Ese, el platillo favorito, ese que tiene memorias y guarda emociones a lo largo de sus vidas.

De vuelta a la mesa familiar

Llegar a Copalillo, más que un viaje de placer es un viaje de placeres, pero nunca de descanso. Durante el tiempo que estuve con la familia anfitriona nos la pasamos recorriendo casas de parientes y amigos para llevar los obsequios traídos de Ensenada, además de entregar encargos como dinero, telas u otros enseres que enviaron otros familiares y paisanos que no pudieron viajar. Es en medio de estas dinámicas que la comida se vuelve una forma de agradecimiento y bienvenida, en ella se condensa la expresión del afecto y la socialización del reencuentro.

Si la visita era espontánea, nos preparaban un guiso de torta de huevo en salsa molcajeteada de jitomate, chiles verdes y cebolla, acompañada con frijoles y tortillas con su respectivo refresco, regularmente de 600 ml en envase de vidrio. En otros casos, bien fuera por la hora o por los recursos, solo los invitados tomábamos refresco.

Cuando los familiares acudían a la casa donde se quedaba el visitante, la invitación tomaba tintes más formales, pues se acordaba día y hora. Si la fecha llegaba a coincidir con otro compromiso, no se rechazaba la invitación, sino que se acordaba unas horas más tarde que la anterior cita, de manera que se pudiera realizar el almuerzo o la comida en tres casas diferentes el mismo día. En este tipo de convivios la comida era más abundante, se le destinaba mayor tiempo a la preparación, además de que se esmeraban elaborando los platillos que son los referentes culinarios de Copalillo.

Así fue que pudimos degustar chilpozonque de pollo (de granja o de rancho), tamales nejos, mole verde de pollo o guajolote, chiltamal, salsa de chile criollo con ciruelas y queso asado, siempre acompañado de tortillas de maíz criollo rojo o negro y refrescos. De acuerdo con la comida, se suelen incluir algunos elementos que sirven como condimentos adicionales —como los guajes en vaina— o como complemento —como las pipitas (pepitas)—.

La agenda en el comer se mantiene ocupada durante toda la estancia de las visitas, como mencionaba antes, por lo que se puede llegar a almorzar o comer repetidamente en diversas casas, a tal grado que muchas personas migrantes suben de peso o se enferman de tanto comer.

Por otro lado, también es frecuente compartir con la familia cercana los platillos aprendidos en Ensenada. Para esta ocasión, doña Marce decidió elaborar champurrado, que es una bebida que no se consume en Copalillo. Otro de los platillos compartidos fue una sopa fría de pasta con atún, lechuga, verduras enlatadas, mayonesa y un poco de zanahoria fresca rallada —dicha pasta fría fue parte del repertorio de alimentos para un domingo en el balneario de Papalutla—.

Estar en torno a la mesa como comensal es importante porque la comida es un medio a través del que se describen lugares, se establecen expresiones de identidad; es a través de las estancias que se crean nuevas formas de experimentar la identidad étnica y de imaginar y reimaginar la comunidad en la vuelta a casa, la otra casa.

Otro de los eventos infaltables en Copalillo se orienta a la compra de lo que se cocina en la estancia y de seleccionar los ingredientes que viajarán de vuelta a Ensenada. Volver al mercado, particularmente el día de tianguis, representa una experiencia sensorial de suma importancia para quienes están de visita, pues implica renovar el contacto y reconocimiento a través de los sentidos con la cultura alimentaria materna. En un recorrido por el mercado se reconocen las continuidades y transformaciones ocurridas durante su ausencia. Son las mujeres quienes regularmente asumen este papel, ya que se deleitan en los sabores y aromas de los platillos que cocinan con sus familiares y lo hacen nuevamente al planear y seleccionar los ingredientes que llevan consigo a la ciudad en la que residen, lo que se aplica tanto a ciudades en Estados Unidos como o a otras ciudades del territorio mexicano.

Doña Marce tenía encargos de su cuñada y sus comadres, en la lista había: pipitas y pipitas chinches, frijoles criollos negros y rojos, chile criollo, maíz criollo rojo, maíz negro, frijol monguito, queso de cincho (blanco), queso de aro. Además, le encargaron otros alimentos que se aprecian mucho: los morados, unas ciruelas muy ácidas que se dan en el monte y que solo las puede encontrar en Copalillo, además de semillas de guaje.

La despedida a través de la comida cierra un ciclo para el visitante y para quien lo recibe en el terruño. Antes de la partida, además de organizar comidas o almuerzos, los familiares y amigos también ofrecen alimentos que extienden la mesa familiar hasta el lugar de residencia, pues se obsequian una especie de provisiones que han sido seleccionadas con sumo cuidado —en algunas ocasiones, los frutos aún están verdes para que resistan el viaje, misma atención que se pone en su deshidratación y embalaje—.

Doña Marce deshidrató un queso de aro, primero lo exprimió con cuidado para sacar el suero y luego lo oreo con un cedazo que cumple la función de protector. Lo volteó y, cuando generó una costra, lo envolvió en papel estraza y lo acomodó con los quesos de chincho. Cabe anotar que la deshidratación, como práctica para el transporte de alimentos, no se limita a los visitantes que vienen de otras ciudades del país, también se suele realizar para llevar morados, ciruelas u otros alimentos a Estados Unidos. Lupe, la hermana de doña Marce, me explicó que la ciruela es un ingrediente básico en la cocina tradicional de Copalillo, así es que se deshidrata y se envía a Chicago por medio de un servicio de paquetería implementado por un paisano que lleva alimentos y diversos productos a esa ciudad.

Sin embargo, en el caso específico de Ensenada, la población nahua suele llevar dichos productos en menor escala, por pedidos, con apoyo de comadres, familiares o paisanos a falta de una infraestructura más especializada o que ofrezca remuneración. Sin embargo, es justamente esa necesidad de compartir los alimentos añorados lo que refuerza las redes de paisanaje, que en la actualidad solo parecen manifiestas entre la primera generación de migrantes a Ensenada. Por otra parte, más allá de una cuestión de solidaridad comunitaria, en estas estrategias de intercambio se develan las estructuras y estatus que tienen las redes para la circulación de alimentos hacia ciudades estadounidenses o hacia los enclaves de residencia nahua en México. De ahí que de la localización de las personas depende la dirección, el flujo del intercambio y el tipo de comida que se transporte (Yagüe, 2014).

A pesar de la cantidad de equipaje con el que viajamos, doña Marce añadió dos molcajetes de barro que había dejado en su última visita, porque su esposo no le permitió llevarlos; me comentó que esta situación desató una fuerte discusión, ante lo cual exclamó:

«Raymundo se enoja porque me quiero llevar molcajete, pero yo me enojo más. Le dije: tú no sabes de dónde saco la comida, tú nomás come y come, no sabes si lo muelo en mi mano o en mi pie, tu nomás comes, por eso tengo que llevar mi molcajete; si no, ¿dónde voy a comer?».

En este sentido, lo que lleva consigo de regreso el visitante depende de sus necesidades en la vida cotidiana en el lugar de residencia, pero también obedece a los saberes culinarios aprendidos y a la necesidad de proveerse de todo cuanto pueda para mantener su alimentación materna.

Podemos decir, que estas prácticas del transporte están dirigidas por una nostalgia culinaria como elemento transversal y como catalizador de nuevas dinámicas sociales entre la población migrante y su impacto colectivo e individual (Vázquez Medina, 2016) que, como se ha visto a lo largo de este texto, son impactos que además de comprender un espacio transnacional, también atienden a las conexiones entre diferentes enclaves migratorios dentro del país.

Las prácticas alimentarias expresan las conexiones que realizan las personas migrantes en su historia de movilidad y cuando vuelven a sus lugares de origen; mantienen un espacio de circulación de ciertos bienes y, al mismo tiempo, de intercambio de ideas, percepciones y experiencias en torno a la alimentación, que se enriquece y transforma con cada trayecto recorrido (Komarnisky, 2009). De hecho, las emociones que conlleva cada una de estas prácticas se dirigen a atender otras dimensiones del fenómeno migración–alimentación en que los procesos identitarios se encuentran en el centro.

Referencias 

  • Espeitx Bernat, E. y Cáceres Nevot, J. (2010) “Percepció i análisi de la seguretat alimentária en persones immigrades a Catalunya”. TECA: Tecnologia i Ciencia dels Aliments. 12 (2) 47-51.
  • Le Breton D. (2009) El Sabor del Mundo. Una Antropología de los sentidos. Buenos Aires: Nueva Visión.
  • Vázquez Medina, J.A. (2016) Cocina, nostalgia y etnicidad en restaurantes mexicanos de Estados Unidos. Barcelona: Oberta UOC Publishing.
  • Yagüe, B. (2014) “Hacer ‘comestible’ la ciudad. Las redes como estrategias alimentarias de los indígenas urbanos de Leticia, Amazonia colombiana”. Revista Colombiana de Antropología. 50 (2) 141 -166.


  1. La primera generación es la que migró inicialmente, la segunda es la que nació allá, la que llamamos generación «dos y media» corresponde a quienes fueron llevados como infantes por sus familias migrantes de primera generación.
    ↩︎
  2. https://aristeguinoticias.com/1310/mexico/cierran-terminales-de-autobuses-irregulares-por-trasladar-a-migrantes-en-oaxaca/ ↩︎
  3. https://www.jornada.com.mx/2019/12/21/delcampo/articulos/de-oaxaca-a-san-quintin.html
    ↩︎
  4. https://www.nmas.com.mx/estados/accidente-michoacan-hoy-choque-autobus-de-jornaleros-en-la-piedad-ultimas-noticias/ ↩︎
  5. Esta categoría del INEGI, por definición excluye a niñas y niños menores a los 3 años. ↩︎
  6. Derecho con el que cuentan las personas, pueblos o comunidades indígenas para autodenominarse indígenas, ya sea porque guardan una cercanía con el pasado histórico que se relaciona con alguna de las culturas prehispánicas o porque conocen su cultura, formas de organización política o lengua indígena. https://dpej.rae.es/lema/autoadscripci%C3%B3n ↩︎
  7.  https://ieebc.mx/indigenas/archivos/programa/pdpcibc.pdf ↩︎

Antropóloga social con posgrado en Ciencias Sociales. Norteña por adopción y chilanga de corazón. Es profesora de Tiempo Completo en la Facultad de Enología y Gastronomía de la UABC, institución donde ha colaborado desde hace 13 años forjando un camino orientado a la Antropología de la Alimentación. Tiene diversas publicaciones en el ámbito académico y producto de proyectos de intervención social.