El primer contacto que tenía uno con aquel platillo era a través del olfato. El olor del anís y de la hoja de higo preludiaba la maravilla que llegaría al final de aquel banquete. En mi familia, sin excepción, ansiábamos el último manjar, servido después de la sopa de habas, los romeritos con mole, el pulpo en su tinta, el bacalao a la vizcaína, los chiles rellenos… «¡y cuidadito con que no te comas algo!».
Si Richard Wagner hubiera sido cocinero seguro hubiera guisado cosas así de complejas.
Sorprendentemente llegábamos a las torrejas como si no hubiéramos probado bocado en todo el día. En mi caso, apenas si desayunaba lo necesario para poder disfrutar de esos triángulos esponjosos y húmedos cuyo sabor resultaba redondo al paladar. Cada trozo cremoso se iba deshaciendo en la boca mientras los aromas adormecían los demás sentidos: salvo el gusto y el olfato todo lo demás se desconectaba. Así, la Semana Santa y la Cuaresma terminaban coronadas por un pecado capital permitido y practicado por toda la familia: la gula.
En mi infancia la Semana Santa era sinónimo de comer torrejas el sábado de Gloria (o sábado Santo). Un placer que solo se comparaba con los regalos del día de Reyes. Así de mágicas eran esas torrejas que preparaba mi tía Gloria, tan mágicas como si ningún ser humano las hubiera tocado, hechas —como los regalos de Reyes— gracias a la intervención divina. Podía comerme tres de una sentada —y hasta cuatro si lo hacía a escondidas—. Al evento mítico que significaba su preparación una vez al año se sumaba que en mi casa nadie quería hacerlas y hasta hace algunos años me enteré que ella se había inventado su propia receta, muy diferente a cualquier otra torreja que se vende en panaderías o al pan francés los restaurantes.
La familia entera esperaba paciente el cumpleaños de la tía, como si solo ella fuera capaz de cocinarlas. De algún modo así era: la receta de mi tía es única, ella se la inventó o casi. Además tiene un toque muy de la década de 1970 cuando en México se fusionaba la tradición con la modernidad: lo complejo con lo práctico. De alguna forma mi tía había reinventado el pan francés, que en realidad ya comían en la antigua Roma y fue traído a México desde España junto con la costumbre de comerlo en Semana Santa.
Siempre ha habido pan duro
Tanto en Francia como en España y por herencia en algunos países de América Latina como México, El Salvador y Argentina, esta preparación es típica de la Semana Santa y la época de Navidad, si bien se puede servir cualquier día del año. Se trata mayoritariamente de una receta casera, quizás porque el pan se rezagaba durante esas épocas y había que devolverle la vida útil. Aunque también es muy posible que ante la prohibición estricta de comer carne e incluso frente al ayuno se incrementara el consumo de dulces y otros alimentos permitidos por la iglesia católica.
La referencia escrita más antigua que se conoce de esta preparación aparece en el recetario De re coquinaria, atribuido al romano Marco Gavio Apicio (siglo I de la era común). La receta es la 296 y está en el capítulo XIII del libro VII:
«troce pan blanco, quite la corteza, sumerja los trozos en leche y fríalos en aceite, cubra con miel y sirva».
Si quieren seguir esta receta es importante que los trozos de pan no sean muy gruesos y —como escribió Apicio— quitarle la corteza, pues de otra manera la leche —que deberá estar tibia— no llegará hasta el centro.
Odile Redon, Françoise Sabban y Silvano Serventi en su libro «Cocina Medieval», recetas de Francia e Italia retoman una receta francesa de 1450 que ya incorpora la mezcla de huevo batido con azúcar y un toque de agua de rosas, en la que se capean las rebanadas de pan para luego freírlas en mantequilla. Al final las tostadas se bañan, nuevamente, con agua de rosas coloreada con azafrán.
De acuerdo con diversos textos, durante el medioevo europeo a esta receta se le conoció como «pan a la romana». A finales del siglo XV, el poeta castellano Juan del Encina publicó un cancionero donde en un villancico usa la palabra «torrejas» para referirse a este dulce hecho con «muchos huevos y miel» y se le daba a las parturientas (en este caso a la virgen María).
Mientras, en Francia se le llamó pain perdu que, literalmente, quiere decir «pan perdido». Y vale aclarar que «perdido» no se refiere a un pan extraviado sino echado a perder, porque esta receta se prepara tradicionalmente con pan duro o viejo, con el objetivo de evitar el desperdicio, aunque en la actualidad se utiliza pan de caja, brioche o incluso se prepara alguna masa especial que absorba la leche sin deshacerse.
Ya en el Nuevo Mundo, en Estados Unidos, para ser precisos, lo llamaron french toast porque se dice que fue la tradición francesa la que lo popularizó en aquel país. En portugués se llaman fatias douradas y en alemán arme ritter que significa «caballero pobre» y que, curiosamente, así —en español— se le llaman en la península de Yucatán, en México, pero esa es otra historia que merece más investigación.
El toque de la tía
En este punto se preguntarán: ¿qué tenía de peculiar el pan francés de mi tía, «si eso lo cocina cualquiera para un desayuno»? Y también pensarán que mi percepción sobre las mencionadas torrejas es tan infantil como el insomnio del día de Reyes y es posible que tengan razón,
Les aseguro que el toque que les dio resulta espectacular, sin que sepa claramente cómo fue que llegó a él.
Las torrejas que preparaba mi tía Gloria son muy parecidas a la versión italiana (toast francese), en la que se toman dos rebanadas de pan y se rellenan con una tajada de queso mozarela para luego capearlas (pasarlas por una mezcla de huevo batido y leche). Por practicidad ella tomaba dos rebanadas de pan de caja, lo rellenaba con queso tipo americano y luego lo metía en la sandwichera. Gracias a esto conseguía tres cosas: que el queso se fundiera, el sándwich se sellara y quedaran triángulos perfectos. Luego capeaba ese sándwich con claras batidas a punto de turrón (de nieve) y las freía en aceite vegetal. Tras escurrirlas, las sumergía en una miel caliente de piloncillo aromatizada con cáscara de naranja, hojas de higo y un toque de anís.
Esa miel o salsa dulce que usaba tiene su base o inspiración en la que se prepara para los buñuelos mexicanos o para las torrejas que se preparan en el Estado de México en el centro del país, donde se elabora con piloncillo, cáscara de limón, pasas y canela, un almíbar que también tiene sus equivalentes en otras partes de América latina como en la miel de los picarones peruanos o las sopaipillas chilenas.
Mi tía Gloria adaptó los ingredientes a los sabores de su época y los fusionó con las formas tradicionales de prepararlo. Además se reservó la receta para aquellas personas que la ayudaran a preparar las cincuenta o hasta cien torrejas que se servían el día de su cumpleaños que ella festejaba cada sábado de Gloria, de ahí que torrejas como las de mi infancia sean imposibles de conseguir fuera de la familia.

David Santa Cruz
Periodista, corresponsal y editor especializado en América Latina. Ha colaborado con más de 40 medios en 25 países. Es maestro en Estudios Internacionales y se ha desempeñado como consultor de comunicación política para ONGs, gobiernos y partidos políticos. Obtuvo el premio de periodismo Rostros de la Discriminación, 2023.
Periodista, corresponsal y editor especializado en América Latina. Ha colaborado con más de 40 medios en 25 países. Es maestro en Estudios Internacionales y se ha desempeñado como consultor de comunicación política para ONGs, gobiernos y partidos políticos. Obtuvo el premio de periodismo Rostros de la Discriminación, 2023.